Juan Wesley

John Bunyan by Thomas Sadler 1684.jpgExtracto del Libro Biografías de Grandes Cristianos | Páginas 25-28 

En efecto, es como cierto biógrafo escribió; "No se puede narrar la historia del Gran Avivamiento que tuvo lugar en Inglatera el siglo pasado (XVIII), sin conceder una gran parte de la honra merecida a la madre de Juan y Carlos Wesley; no solamente debido a la educación que inculcó profundamente en sus hijos, sino por la dirección que le dio al avivamiento.
La madre de Susana era hija de un predicador. Dedicada a la obra de Dios, se casó con el eminente ministro, Samuel Annesley. De los veinticinco hijos de ese enlace, Susana era la vigésima cuarta. Durante su vida siguió el ejemplo de su madre, empleando una hora de la madrugada y otra hora de la noche para orar y meditar sobre las Escrituras. Por lo que escribió cierto día, se puede apreciar cómo ella se dedicaba a la oración: "Alabado sea Dios por todo el día que nos comportamos bien. Pero todavía no estoy satisfecha, porque no disfruto mucho de Dios. Sé que aún estoy demasiado lejos de Él; anhelo tener mi alma más íntimamente unida a El mediante la fe y el amor."
Juan fue el decimoquinto de los diecinueve hijos de Samuel y Susana Wesley. Lo que vamos a transcribir, escrito por la madre de Juan, muestra cómo ella era fiel en "mandar a sus hijos y a su casa después de si (Gén.18:19).
"Para formar la mente del niño, lo primero que se debe hacer es dominarle la voluntad. La obra de instruir su intelecto lleva tiempo y debe ser gradual, conforme a la capacidad de la criatura. Pero la voluntad del niño debe ser subyugada de una vez, y cuanto más pronto, mejor... Después se puede gobernar al niño haciendo uso del razonamiento y el amor de los padres, hasta que el niño alcance una edad en que tenga uso de razón."
El célebre comentarista de la Biblia, Adán Clark, escribió lo siguiente acerca de Samuel y Susana Wesley y sus hijos: "Nunca he leído ni he oído hablar de una familia como ésta, a la cual la raza humana le deba tanto, ni tampoco conozco ni ha existido otra igual desde los días de Abraham y Sara, y de José y María de Nazaret."
Susana Wesley creía que "el que detiene el castigo, a su hijo aborrece" (Pro_13:24), y no consentía que sus hijos llorasen en voz alta . Por eso, a pesar de que su casa estaba llena de niños, nunca había escenas desagradables ni alborotos en el hogar del pastor. Nunca, ninguno de sus hijos obtuvo nada que quería, mediante el llanto en la casa de Susana Wesley.
Susana marcaba el quinto cumpleaños de cada hijo como el día en que debían aprender el alfabeto, y todos, con excepción de dos, cumplieron la tarea en el tiempo señalado. Al siguiente día en que el niño cumplía los cinco años y aprendía el alfabeto, empezaba su curso de lectura, iniciándolo con el primer versículo de la Biblia.
Desde muy pequeños, los niños en el hogar de Samuel Wesley y su esposa, aprendieron el valor que tiene la observación fiel de los cultos. No hay en otras historias hechos tan profundos y conmovedores, como los que se cuentan acerca de los hijos de Samuel y Susana Wesley, pues antes de que ellos hubiesen aprendido a arrodillarse o a hablar, se les enseñaba a dar gracias por el alimento mediante gestos apropiados. Cuando aprendían a hablar, repetían el Padre nuestro por la mañana y por la noche; además se les enseñaba que añadiesen otras peticiones, según ellos deseaban... Al llegar a una edad apropiada, se les designaba un día de la semana a cada hijo, a fin de conversar particularmente con cada uno sobre sus "dudas y problemas".
En la lista aparece el nombre de Juan para los miércoles y el de Carlos para los sábados. Para cada uno de los niños 'su día' se volvió un día precioso y memorable... Es conmovedor leer lo que Juan Wesley, veinte años después de haber salido de su casa paterna, dijo a su madre: "En muchas cosas usted, madre mía, intercedió por mí y ha prevalecido. Quién sabe si ahora también su intercesión para que yo renuncie enteramente al mundo, dé buen resultado. .. Sin duda será eficaz para corregir mi corazón, como otrora lo fue para formar mi carácter."
Después del espectacular salvamento de Juan del incendio, su madre, profundamente convencida de que Dios tenía grandes planes para su hijo, resolvió firmemente educarlo para servir y ser útil en la obra de Cristo. Susana escribió estas palabras en sus meditaciones particulares: "Señor, me esforzaré más definidamente por este niño al cual salvaste tan misericordiosamente. Procuraré transmitirle fielmente, para que se graben en su corazón, los principios de tu religión y virtud. Señor, concédeme la gracia necesaria para realizar este propósito sincera y sabiamente, y bendice mis esfuerzos coronándolos con el éxito."
Ella fue tan fiel en cumplir su resolución, que a la edad de ocho años, Juan fue admitido a participar de la Cena del Señor.
En el hogar de Samuel Wesley nunca se omitía el culto doméstico del programa del día. Fuese cual fuese la ocupación de los miembros de la familia, o de los criados, todos se reunían para adorar a Dios. Cuando su marido se ausentaba, Susana, con el corazón encendido por el fuego del cielo dirigía los cultos.
Se cuenta que cierta vez, cuando la ausencia del esposo se prolongó más de lo acostumbrado, de treinta a cuarenta personas asistían a los cultos celebrados en el hogar de los Wesley, y el hambre de la Palabra de Dios aumentó tanto, que la casa se llenaba con las personas de la vecindad que asistían a los cultos.
La familia del pastor Samuel Wesley era muy pobre, pero mediante la influencia del Duque de Buckingham, consiguieron un lugar para Juan en la escuela de Londres. De esa manera el chico, antes de cumplir once años, se alejó de la fragante atmósfera de oración fervorosa, para enfrentar las porfías de una escuela pública. Sin embargo, Juan no se contagió en el ambiente pecaminoso que lo rodeaba. Además, continuó manteniéndose físicamente fuerte, gracias a que obedecía fielmente el consejo de su padre de que corriese tres veces, de madrugada, alrededor del gran jardín de la escuela. De ahí en adelante fue norma de su vida cuidar del vigor de su cuerpo. A los 80 años, a pesar de su físico desmejorado, consideraba como cosa normal andar a pie una legua y media para ir a predicar.
Refiriéndose a ese tiempo, Juan Wesley escribió: "Yo participaba de varias cosas que sabía que eran pecado, aun cuando no fuesen escandalosas para el mundo. Con todo, continué leyendo las Escrituras y orando por la mañana y por la noche. Consideraba los siguientes puntos como las bases de mi salvación:
(1) No me consideraba tan perverso como mis semejantes.
(2) Conservaba la inclinación de ser religioso.
(3) Leía la Biblia, asistía a los cultos y oraba."
Después de estudiar durante seis años en la escuela, Wesley fue a estudiar en Oxford, y llegó a dominar el latín, griego, hebreo y francés. Pero su interés principal no estaba en cultivar el intelecto. A ese respecto se expresó así: "Comencé a reconocer que el corazón es la fuente de la religión verdadera... reservé entonces dos horas cada día para quedarme a solas con Dios. Participaba de la Cena del Señor cada ocho días. Me guardaba de todo pecado, tanto de palabras como de obras. Así pues, basándome en las obras buenas que practicaba, me consideraba un buen creyente."
Juan se esforzaba para levantarse diariamente a las cuatro de la mañana. Por medio de las notas que escribía, dejando constancia de todo lo que hacía durante el día, conseguía controlar su tiempo, a fin de no desperdiciar un solo momento. Esa buena costumbre la practicó hasta casi el último día de su vida.
Un día, siendo aún joven, asistió a un entierro en compañía de un muchacho, y consiguió llevarlo a Cristo, ganando así la primera alma para su Salvador. Algunos meses más tarde, a la edad de 24 años, y después de un período de oración, fue separado para el diaconado.
Cuando estudiaba en Oxford, un pequeño grupo de estudiantes acostumbraba reunirse allí diariamente para orar y estudiar las Escrituras juntos; además, ayunaban los miércoles y viernes, visitaban a los enfermos y a los encarcelados, y consolaban a los criminales en la hora de su ejecución. Todas las mañanas y todas las noches cada uno de ellos pasaba una hora apartado, orando solo. Durante las oraciones se detenían de vez en cuando para observar si oraban con el debido fervor. Siempre oraban al entrar y al salir de los cultos de la iglesia. Más tarde, tres de los miembros de ese grupo llegaron a ser famosos entre los creyentes:
(1) Juan Wesley, que tal vez hizo más que cualquier otra persona para enraizar la vida espiritual, no sólo de entonces, sino también de nuestro tiempo.
(2) Carlos Wesley, que llegó a ser uno de los más famosos y espirituales escritores de himnos evangélicos; y
(3) Jorge Whitefield, que llegó a ser un predicador al aire libre que conmovía a las multitudes.
En aquel tiempo se sentía la influencia de Juan Wesley por toda la América, la que aún persiste en nuestros días, a pesar de que él permaneció menos de dos años en este continente, y eso en un período de su vida en que se encontraba perturbado a causa de la duda. Aceptó un llamado que le hicieron para que predicase el evangelio a los habitantes de la colonia de Georgia, con el deseo de ganar su salvación por medio de buenas obras. Pensó que la vanidad y la ostentación del mundo no se encontrarían en los bosques de América.
Durante el viaje, en el navío que lo trajo a la América del Norte, observó, como era característico de su vida, junto con otros de su grupo, un programa de trabajo para no desperdiciar un momento del día. Se levantaba a las cuatro de la mañana y se acostaba después de las nueve. Las tres primeras horas del día las dedicaba a la oración y al estudio de las Escrituras. Después de cumplir todo lo que estaba indicado en el programa del día, era tanto su cansancio, que ni el bramido del mar ni el balanceo del navío conseguían
perturbar su sueño, mientras dormían sobre un cobertor extendido en la cubierta.
En Georgia, la población entera afluía en masa a la iglesia para oírlo predicar. La influencia de sus sermones fue tal que, después de diez días, una sala de baile quedó casi desierta, mientras la iglesia se llenaba de personas que oraban y recibían su salvación.
Whitefield, que desembarcó en Georgia algunos meses después que Wesley volvió a Inglaterra, se expresó así sobre lo que vio: "El éxito de Juan Wesley en América es indescriptible. Su nombre es muy apreciado por el pueblo, donde echó los cimientos que ni los hombres ni los demonios podrán conmover.
¡Oh, que yo pueda seguirlo como él siguió a Cristo!" Con todo, a Wesley le faltaba un cosa muy importante, como se ve por los acontecimientos que lo hicieron salir de Georgia, conforme él mismo lo escribió:
"Hace casi dos años y cuatro meses que dejé mi tierra natal para ir a predicar a Cristo a los indios de Georgia; pero ¿qué llegué a saber? Vine a saber lo que menos me esperaba: que yo que fui a América para convertir a otros, nunca me había convertido a Dios."
Después de volver a Inglaterra, Juan Wesley comenzó a servir a Dios con la fe de un hijo y no más con la fe de un simple siervo. Acerca de este asunto, he aquí lo que él escribió: "No me daba cuenta de que esta fe nos es dada instantáneamente, que el hombre podía salir de las tinieblas a la luz inmediatamente, del pecado y de la miseria a la justicia y al gozo del Espíritu Santo. Examiné de nuevo las Escrituras sobre este punto, especialmente los Hechos de los Apóstoles. Quedé grandemente maravillado al ver casi solamente conversiones instantáneas; casi ninguna tan demorada como la de Saulo de Tarso." Desde
entonces Wesley comenzó a sentir más hambre y sed de justicia, la justicia de Dios por la fe. 
Había fracasado, por así decir, en su primer intento de predicar el evangelio en América, porque a pesar de su celo y bondad de carácter, el cristianismo que poseía era algo que había recibido por instrucción. Pero la segunda etapa de su ministerio se destacó por un éxito fenomenal. ¿Por qué? Porque el fuego de Dios ardía en su alma; había llegado a tener contacto directo con Dios mediante una experiencia personal.
Relatamos aquí, con sus propias palabras, su experiencia en que el Espíritu testificó a su espíritu que era hijo de Dios — experiencia que transformó completamente su vida:
"Eran casi las cinco de la mañana hoy, cuando abrí el Testamento y encontré estas palabras: "(El) nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina" (2Pe_1:4). Antes de salir, abrí el Testamento y leí estas palabras: "No estáis lejos del reino de Dios"... Anoche me sentí impelido a ir a Aldersgate... Sentí el corazón abrasado; confié en Cristo, solamente en Cristo, creí para la salvación; me fue dada la certeza de que El llevó mis pecados y de que me salvó de la ley del pecado y de la muerte. Comencé a orar con todas mis fuerzas... y testifiqué a todos los presentes de lo que sentía en mi corazón."

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