DÍA 16: TENIENDO SU LUZ EN EL CORAZÓN

 Extracto del Libro: Esperando en Dios
Autor: Andrew Murray


Espero yo en Jehová, espera mi alma; Pendiente estoy de su palabra. Mi
alma aguarda al Señor. Más que los centinelas a la mañana, Más que
los vigilantes a la aurora. (Salmo 130:5,6.)

Con qué intenso anhelo es esperada la luz del amanecer. La espera el marinero de un barco naufragado; un viajero perdido en un país peligroso; un ejército que se sabe rodeado por el enemigo: La luz de la mañana nos mostrará qué esperanza hay de escape. La madrugada puede traer vida y libertad. Y de la misma manera los santos de Dios en las tinieblas han esperado la luz del rostro de Dios, más que los centinelas la mañana. Han dicho: «Más que los centinelas a la mañana, mi alma aguarda al Señor.» ¿Podemos decirlo nosotros también? El que esperemos en Dios puede no tener más alto objetivo que simplemente tener su luz para que brille sobre nosotros, en nosotros, a través de nosotros, todo el día.

Dios es luz. Dios es el sol. Pablo dice: «Dios ha iluminado nuestros corazones para dar la luz.» ¿Qué luz? «La luz de la gloria de Dios, en la faz de Jesucristo.» Del mismo modo que el sol irradia su luz hermosa y dadora de vida a nuestra tierra, Dios ilumina nuestros corazones con la luz de su gloria, de su amor, en Cristo su Hijo. Nuestro corazón debe estar lleno de esta luz y resplandecer de ella todo el día. Puede tenerla porque Dios es nuestro sol, y está escrito: «Tu sol no se pondrá nunca más.» El amor de Dios brilla en nosotros sin cesar.

Pero, ¿podemos disfrutar de él verdaderamente todo el día? Ciertamente podemos. ¿Cómo podemos? La misma Naturaleza nos da la respuesta. Los árboles hermosos, las flores y la verde hierba, ¿qué hacen para que el sol brille en ellos? Nada; disfrutan simplemente del sol a medida que les alcanza. El sol está a millones de kilómetros de distancia, pero a pesar de la distancia llega, con su luz y su gozo; y la más minúscula flor que levanta su corola recibe la misma exuberante luz y bendición que toda una pradera. No tenemos que preocuparnos por la luz que necesitamos durante nuestro día de trabajo. El sol cuida de ella, y nos provee esta luz durante todo el día. Contamos con ella, simplemente, que la recibiremos y podremos disfrutar de ella. 

La única diferencia entre la naturaleza y la gracia es ésta, que lo que los árboles y las flores hacen de modo inconsciente, al beber la bendición de la luz, en nosotros se realiza por medio de una aceptación voluntaria y amorosa. La fe, la simple fe en la Palabra de Dios y en su amor, es abrir los ojos, el corazón, y recibir y gozar de la gloria inefable de su gracia. Y como los árboles, día tras día, mes tras mes, están erguidos en el campo y crecen en belleza y dan fruto, dando la bienvenida al sol que llega, asimismo el ejercicio más elevado de nuestra vida cristiana es simplemente permanecer a la luz de Dios, y dejar que El nos llene de su vida y su resplandor.

Y si preguntáis: ¿puede ser realmente tan natural, y con el mismo entusiasmo con que me gozo de la belleza de una soleada mañana, el gozarse en la luz de Dios todo el día?, diré: así es, exactamente. Desde la mesa en que desayuno contemplo un hermoso valle, con árboles y viñas y montañas. En los meses de primavera y de otoño la luz, por la mañana, es exquisita, y casi le hace a uno exclamar, involuntariamente: ¡Qué hermosura! ¿Y no hay provisión para que la luz de Dios sea igualmente una fuente incesante de gozo y alegría? Sí la hay, ciertamente, si el alma quiere estar quieta y esperar en El, sólo dejando que Dios brille.

Querida alma, aprende a esperar en el Señor, ¡más que los centinelas esperan la mañana! Dentro de ti puede que esté muy oscuro. Pero, ¿no es precisamente ésta la mejor razón para que dejes brillar la luz de Dios en ti? En su comienzo la luz puede ser apenas bastante para descubrir las tinieblas y humillarte de modo penoso a causa de tu pecado. ¿No puedes confiar en que la luz expulse las tinieblas? Cree que puede ser así. Inclínate, ahora mismo, y en quietud ante Dios, espera en El para que brille en ti. Di, en humilde fe, Dios es luz, infinitamente más brillante y más hermosa que la del sol. Dios es luz: el Padre. La luz eterna, inaccesible, incomprensible: el Hijo. La luz concentrada, encarnada y manifiesta: el Espíritu, la luz que entra y reside y brilla en nuestros corazones. Dios es luz, y aquí está, brillando en mi corazón. He estado tan ocupado con las vacilantes llamitas de mis pensamientos y mis esfuerzos, que nunca he abierto los postigos para Tejar que entre su luz.

La falta de fe le ha impelido entrar. Me inclino con fe: Dios, la luz, está brillando en mi corazón. El Dios de quien escribió Pablo: «Dios ha brillado en nuestro corazón», es mi Dios. ¿Qué pensaría de un sol que no pudiera brillar? ¿Qué pensaría de un Dios que no brillara? No, ¡Dios brilla! ¡Dios es luz! Estaré quieto, esperaré y descansaré a la luz de Dios. Mis ojos son débiles, y las ventanas no son muy limpias, pero esperaré en el Señor. La luz brilla, la luz brillará en mí, y me llenará de luz. Y yo aprenderé a andar todo el día a la luz y el gozo de Dios. Mi alma espera en el Señor, más que los centinelas a la mañana.

¡Mi alma espera solamente en Dios!

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