Extracto del libro:
EL CONOCIMIENTO DE SI MISMO Y LA LUZ DIVINA
Autor: Watchman Nee
En este mensaje estudiaremos lo que significa conocerse a uno mismo. El creyente que no se conoce a sí mismo, no progresa espiritualmente pues no puede ir más allá de lo que sabe. Ningún creyente puede ir más allá de la luz que Dios le haya dado; así que, la vida que expresa depende de la medida de luz (no de conocimiento) que haya recibido. Cuando desconocemos nuestras faltas y nuestra verdadera condición espiritual, no persistimos en la búsqueda de lo que sigue, ni tenemos interés en proseguir en el camino que tenemos por delante.
[...] 2. ¿Puede un análisis personal ayudarnos a conocernos a nosotros mismos?
Aun si nos examináramos a nosotros mismos, sabemos por experiencia que es imposible conocernos. Veamos lo que la Biblia dice al respecto. Jeremías 17:9 dice: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” Puesto que tal es el caso, no podemos confiar en un examen propio ni podemos evitar ser engañados por éste. En ocasiones estamos equivocados, pero nuestro corazón nos dice lo contrario; o tal vez no lo estemos, pero debido a alguna debilidad, nuestro corazón nos dice que estamos equivocados. Si el corazón fuera recto, podríamos usarlo como una norma; pero dado que es engañoso, no podemos ser guiados por él. Si usamos la norma equivocada para examinarnos, es prácticamente inevitable ser engañados.
La estructura de nuestra psiquis es muy compleja. Es imposible determinar con exactitud cómo nuestros deseos, pensamientos, sentimientos y otras manifestaciones de nuestro corazón interactúan y se afectan mutuamente. Es un proceso muy complicado; de tal modo que aun si pudiéramos examinarnos, no podríamos conocer con exactitud cómo somos. Mientras examinamos nuestros sentimientos, no sabemos cómo actúan ni cómo se relacionan con otras áreas. Así que, no podemos confiar en ellos, ya que el más leve cambio afecta nuestros sentimientos en innumerables maneras. Muchas veces no entendemos claramente algún asunto, porque desconocemos nuestras propias intenciones, las cuales a su vez pueden estar teñidas por un pecado oculto o un mal pensamiento o algún prejuicio o nuestra personalidad o por otros innumerables factores. Ningún conocimiento que provenga de nuestro ser es digno de confianza ya que es inexacto y extremadamente complejo.
A veces nos encontramos con personas que poseen ciertas cualidades de las que no están conscientes; o con personas que no tienen ciertas cualidades y piensan que las tienen. Esto es muy común y nos muestra que aun cuando nos esforcemos por examinarnos, no nos conoceremos en realidad. El hombre no puede conocerse examinándose a sí mismo. Un amigo, después de ser salvo, hablaba mucho del amor cristiano. Según su punto de vista, él pensaba que tenía mucho amor, pero en su hogar no tenía armonía con su esposa. ¿Podemos confiar en el autoanálisis de tal persona? Si no podemos confiar en el yo, entonces ¿qué propósito tiene examinarse a uno mismo?
En Salmos 19:12 se hace la pregunta “¿quién podrá entender sus propios errores?” Nadie. No hay duda de que no podemos entenderlos por nuestra propia cuenta.
3. ¿Trae algún beneficio examinarse a uno mismo?
En la Biblia no se enseña que uno deba hacerse un examen personal. Por otra parte, la experiencia nos dice que no es posible hacernos un examen imparcial. Así que, si persistimos en autoanalizarnos, perjudicaremos profundamente nuestra vida espiritual. El examen que uno hace de sí mismo produce dos clases de resultados: conformismo o desánimo. Cuando alguien se examina y cree que es muy bueno, se conforma con su condición; pero si cree que es malo, se desanima.
Dios me ha enseñado que nadie puede conocerse verdaderamente examinándose a sí mismo.
Hebreos 12:2 dice: “Puestos los ojos en Jesús”. Esto indica que para poner los ojos en El, uno debe apartar la mirada de cualquier otro objeto o persona. Debemos quitar los ojos de lo que no debemos mirar, y ponerlos en lo que sí debemos contemplar. Pienso que esta cláusula podría traducirse: “Puestos los ojos exclusivamente en Jesús”. Nuestra vida espiritual se basa en que miremos a Jesús, no a nosotros mismos. Si nos contemplamos a nosotros mismos y no obedecemos el mandato bíblico de mirar a Jesús, sufriremos una gran pérdida espiritual. Dijimos anteriormente que la introspección (el análisis de nuestros sentimientos, intenciones y pensamientos) es bastante perjudicial. Griffith Thomas dijo: “Existe hoy un dicho común: ‘Por cada vez que uno se mire a sí mismo, debe mirar a Cristo diez’. Pero yo lo cambiaría por: ‘Mira a Jesús once veces y no te mires a ti mismo ni una sola vez’”.
Hace unos años leí una fábula acerca de un ciempiés y un sapo. El sapo le preguntó al ciempiés: “Cuando caminas ¿cuál pie mueves primero?” Cuando el ciempiés trató de determinar con cuál pie empezaba a caminar, ya no pudo moverse. Entonces, cansado por el esfuerzo, decidió no pensar más en ello y se despidió. Pero cuando comenzó a caminar, trató de adivinar cuál pie había movido primero, y esto de nuevo lo inmovilizó. De repente el sol apareció entre las nubes, y cuando el ciempiés vio los rayos, se puso muy contento y corrió a su encuentro olvidándose por completo del orden en que movía sus pies. Esta fábula es un cuadro exacto de nuestro vivir cristiano. Cuanto más tratamos de analizarnos a nosotros mismos, menos podemos movernos y más retrocedemos; pero cuando miramos la luz del Señor, avanzamos sin siquiera darnos cuenta.
Hace tiempo leí un artículo en una revista inglesa llamada Los Vencedores, que hablaba de experiencias espirituales profundas. El título del artículo era: “¿Qué es el yo?” El escritor decía: “El yo no es otra cosa que la reflexión y el análisis de uno mismo”. Esta expresión es en verdad profunda y muy cierta. En el momento en que el yo se activa, uno se encierra en sí mismo. Debemos recordar que el alma es la parte sensible del yo. Después del avivamiento de Gales, un profesor de una universidad fue a ver al predicador Roberts. Después de pasar el día juntos y formularle muchas preguntas, el profesor escribió un artículo en el periódico sobre las impresiones recogidas en dicha entrevista, en el cual dijo que el señor Roberts era un hombre que no estaba consciente de sí mismo. Nuestro fracaso es el resultado de examinarnos interiormente. Lo único que acude a nuestra memoria es nuestra victoria o nuestro fracaso, y como resultado, Cristo no puede manifestarse libremente en nosotros.
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El fracaso espiritual de muchos creyentes se debe a la introspección y la reflexión. Cuando el creyente se encierra en sí mismo para examinarse por dentro, se le hace imposible seguir adelante. El autoexamen, aparte de no ser un mandamiento bíblico, es improductivo y nos impide progresar espiritualmente. Aquellos que al final del día se hacen un análisis personal examinándose interiormente, se engañan a sí mismos. El apóstol Pablo ni se juzgaba a sí mismo, ni se preocupaba por el juicio de los demás. El dijo: “Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual sacará a luz lo oculto de las tinieblas y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Co. 4:5). Pablo sabía que sólo cuando el Señor ilumina con Su luz, puede uno saber lo que está bien y lo que está mal. Si un creyente constantemente se analiza a sí mismo, fracasará, porque se sentirá orgulloso si piensa que es mejor que sus compañeros, o se desanimará si logra ver sus faltas. Cuando el conocimiento de uno mismo impide la iluminación que procede de Dios, el resultado es muy diferente.
El Debido Examen:
Aunque no debemos conocernos por medio del autoanálisis, esto no significa que no debamos conocernos en absoluto. Es un error pensar que examinarse y conocerse a uno mismo no se pueden separar. No examinarse a uno mismo no significa que uno no necesite conocerse interiormente. Es necesario conocerse a uno mismo, mas no haciéndose un examen interior. La meta es válida, pero se debe tener cuidado con el medio que se usa para obtenerla.
Puesto que la Biblia no nos dice que nos examinemos a nosotros mismos, ¿cómo podemos conocernos?
Leamos Salmos 26:2: “Escudríñame, oh Jehová, y pruébame; examina mis íntimos pensamientos y mi corazón”. Y vemos en Salmos 139:23, 24a: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad”. Estos dos pasajes nos muestran la manera apropiada de conocernos a nosotros mismos. No necesitamos esforzarnos haciéndonos un análisis personal, tratando de examinar nuestros sentimientos y pensamientos a fin de conocer nuestro fuero interno, nuestro corazón, y de ver si hay camino de perversidad en nosotros. Debemos pedirle a Dios que nos examine y nos pruebe. Sólo cuando El lo hace, podemos conocernos debidamente. Así que, el conocimiento de uno mismo no depende de nuestro examen interno, sino de la inspección que Dios realiza.
Estos pasajes nos muestran que si deseamos conocernos, debemos pedirle a Dios que nos dé a conocer lo que El sabe de nosotros. Este es un conocimiento exacto. Dios nos conoce de una manera clara y exacta. Todo está al descubierto delante de El, pues El conoce aun lo más recóndito de nuestro corazón, lo que no podemos percibir ni analizar solos. Cuando nos vemos con los ojos de Dios, no nos engañamos y conocemos nuestra verdadera condición.
LA LUZ DIVINA Y
EL CONOCIMIENTO DE UNO MISMO
¿Cómo, entonces, podemos saber de que manera nos ve Dios? ¿Cómo podemos saber lo que El piensa de nosotros? En Salmos 36:9 dice: “En tu luz veremos la luz”. La palabra “luz” se menciona dos veces con dos diferentes significados. La primera vez se refiere a una luz específica, la luz divina, por eso dice en “tu luz”; la segunda es luz en general, y por eso no lleva adjetivo. La luz divina es el conocimiento que Dios tiene, y la vista de Dios es Su criterio. Estar en la luz divina es ser iluminado y puesto en evidencia por El. Allí Dios nos dice lo que El sabe de nosotros.
La segunda “luz” denota la verdadera condición de un asunto. Por lo tanto, “en tu luz, veremos la luz” significa que cuando recibimos revelación de parte de Dios, Su luz santa resplandece sobre nosotros y nos permite ver la verdadera condición de cierto asunto, el cual llega a ser perfectamente diáfano. Bajo nuestra propia luz jamás veremos la luz. Solamente en la luz de Dios podremos ver la luz. En Efesios 5:13 vemos claramente la función de la luz: “Mas todas las cosas que son reprendidas, son hechas manifiestas por la luz; porque todo aquello que hace manifiestas las cosas es luz”. Esto indica que la función de la luz es poner las cosas en evidencia.
La primera luz que se menciona en Salmos 36:9 es absoluta e imparcial y pertenece a Dios. En esta luz quedamos desnudos y descubiertos y no podemos evitar ver nuestra verdadera condición, que es la luz que vemos al estar en aquella luz. Nosotros no sabemos lo que somos, pero una vez que la luz divina alumbra, nos percatamos de nuestra condición. Muchas cosas que hemos considerado buenas, cuando sean expuestas por la luz divina, nos daremos cuenta de cuán horribles son. Posiblemente pensemos que somos mejores que los demás, pero cuando la luz ilumina nuestro ser, vemos no solamente que el pecado es pecado, sino que muchas cosas que pensábamos que eran buenas, se manifiestan también como pecado.
No debemos examinarnos a nosotros mismos, para luego informar al Señor de los resultados; por el contrario, la luz debe iluminarnos, y luego nosotros debemos confesar nuestros pecados delante de El. Así que, hacernos un examen personal no es un acierto. El conocimiento de uno mismo no proviene de autoexaminarse interiormente, sino de la luz divina. A medida que la luz divina va alumbrándonos, podemos ver lo que El ve en esta luz.
Después de que Adán comió el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, lo primero que vio fue la vergüenza de su desnudez. Este fue el sentir de su propia conciencia. Pero, ¿hizo esto que temiera a Dios? No. Inclusive, valiéndose de sus propios esfuerzos, hizo delantales con hojas de higuera para cubrir su desnudez. Cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: “¿Dónde estás tú?”, se escondió entre los árboles del huerto tratando de escapar de la presencia de Dios, aunque no lo logró. El no podía depender de los delantales que había hecho y tuvo que admitir que estaba desnudo. Lo máximo que puede resultar de examinarnos a nosotros mismos es, como en el caso de Adán, que veamos nuestra propia vergüenza. Sin embargo, él no sintió ningún remordimiento por su pecado; y además trató de encubrirlo. Cuando Dios lo interrogó, Adán se conoció a sí mismo.
Cuando Dios le preguntó dónde estaba, no lo hizo porque no lo supiera, sino para que Adán se diera cuenta de dónde se hallaba. Quienes tenemos experiencia en esto, podemos testificar que cuando nos examinamos a nosotros mismos, aunque veamos algo malo, lo único que podemos hacer es cubrirlo usando nuestros propios medios. Pero cuando la luz divina nos ilumina, no podemos escondernos.
Cierto creyente le preguntó a un judío si quería ser salvo, y aunque éste le contestó que no, lo instó a que se arrodillara y le pidiera a Dios que le mostrara cómo era por dentro. El hombre no sabía cuán sucio era, hasta que la luz divina brilló sobre él. Cuando vio sus pecados, quería que la tierra se lo tragara. Esto nos muestra que, a fin de uno darse cuenta de que es un pecador, necesita la luz divina.
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