DAVID BRAINERD


Cierto joven de cuerpo enjuto, pero con un alma en que ardía el fuego del amor encendido por Dios, se encontró un día en una floresta que él no conocía. Era tarde y el sol ya declinaba hasta desaparecer en el horizonte, cuando 
el viajero, cansado por el largo viaje, divisó las espirales de humo de las hogueras de los indios pieles rojas. Después de apearse de su caballo y amarrarlo a un árbol, se acostó en el suelo para pasar la noche, orando fervorosamente. Sin que él se diera cuenta, algunos pieles rojas lo siguieron silenciosamente, como serpientes, durante la tarde. Ahora estaban parados detrás de los troncos de los árboles para desde allí contemplar la escena misteriosa de una figura de rostro pálido, que sólo, postrado en el suelo, clamaba a Dios.

Los guerreros de la villa decidieron matarlo sin demora, pues decían que los blancos les daban agua ardiente a los pieles rojas para embriagarlos y luego robarles las cestas, las pieles de animales, y por último, adueñarse de sus tierras. Pero después que rodearon furtivamente al misionero, que postrado en el suelo oraba, y oyeron como clamaba al Gran Espíritu, insistiendo en que les salvase el alma, ellos se fueron, tan secretamente como habían venido.
Al día siguiente el joven, que no sabía lo que había sucedido a su alrededor la tarde anterior mientras oraba entre los árboles, fue recibido en la villa en una forma en que él no esperaba. En el espacio abierto entre los Wigwams (barracas de pieles), los indios rodearon al joven, quien con el amor de Dios ardiéndole en el alma, leyó el capitulo 53 de Isaías. Mientras predicaba, Dios respondió a su oración de la noche anterior y los pieles rojas escucharon el sermón con lágrimas en los ojos. Ese joven, rostro pálido se llamaba David Brainerd. Nació el 20 de abril de 1718. Su padre falleció cuando David tenía nueve años de edad, y su madre, que era hija de un predicador, falleció cuando él tenía catorce años.
Acerca de su lucha con Dios en el período de su conversión, a la edad de veinte años, él escribió: “Dediqué un día para ayunar y orar, y lo pasé clamando a Dios casi incesantemente, pidiéndole misericordia y que me abriese los ojos para ver la enormidad del pecado y el camino para la vida en Jesucristo…No obstante, continué confiando en las buenas obras…Entonces, una noche caminando por el campo, me fue dada una visión de la enormidad de mi pecado, pareciéndome que la tierra se fuese a abrir bajo mis pies para sepultarme y que mi alma iría al infierno antes de llegar a casa…Cierto día estando yo lejos del colegio, en el campo, orando completamente solo, sentí tanto gozo y dulzura en Dios, que si yo debiese quedar en este mundo vil, quería permanecer contemplando la gloria de Dios. Sentí en mi alma un profundo amor ardiente hacia todos mis semejantes y anhelaba que ellos pudiesen gozarlo mismo que yo gozaba.”
“Poco después, en el mes de agosto, me sentí tan débil y enfermo como resultado de un exceso de estudio, que el director del colegio me aconsejó que volviese a mi casa. Estaba tan flaco que hasta tuve algunas hemorragias. Me sentí muy cerca de la muerte, pero Dios renovó en mí el reconocimiento y el gusto por las cosas divinas. Anhelaba tanto la presencia de Dios, así como liberarme del pecado, que al mejorar, prefería morir a tener que volver al colegio y alejarme de Dios…!OH, una hora con Dios excede infinitamente a todos los placeres del mundo!”
En efecto, después de volver al colegio, el espíritu de Brainerd se enfrió, pero el gran avivamiento de esa época alcanzó la ciudad de New Haven, el colegio de Yale y el corazón de David Brainerd. El tenía la costumbre cada día de escribir una relación de los acontecimientos más importantes de su vida ocurridos durante el día. Y es por esos diarios que escribió para leerlos únicamente él y no para publicarlos, que hemos llegado a enterarnos de su vida íntima, de profunda comunión con Dios. Los pocos párrafos que ofrecemos a continuación son sólo muestras de lo que escribió en muchas páginas de su diario, y exponen algo de su lucha con Dios en la época que se preparaba para el ministerio.
“Repentinamente sentí horror de mi propia miseria. Entonces clamé a Dios, pidiéndole que me purificase de mi extrema inmundicia. Después, la oración adquirió un valor precioso para mí. Me ofrecí con gozo para pasar los mayores sufrimientos por la causa de Cristo, aunque me desterraran entre los paganos, con tal de poder ganar sus almas. Entonces Dios me concedió el espíritu de luchar en oración por el reino de Cristo en el mundo. Muy temprano en la mañana me retiré para la floresta y se me concedió fervor para rogar por el progreso del reino de Cristo en el mundo. Al mediodía aún combatía, en oración a Dios, y sentía el poder del amor divino en la intersección.”
“Pasé el día en ayuno y oración, implorando que Dios me preparase para el ministerio y me concediese el auxilio divino y su guía, y me enviase a la mies el día que él designase. A la mañana siguiente sentí poder para interceder por las almas inmortales y por el progreso del reino del querido Señor y Salvador en el mundo… Esa misma tarde Dios estaba conmigo de verdad. ¡Qué bendita es su compañía! El me permitió agonizar en oración hasta quedar con la ropa empapada de sudor, a pesar de encontrarme a la sombra y de que soplaba una brisa fresca. Sentía mi alma extenuada grandemente por la condición del mundo: me esforzaba por ganar multitudes de almas. Me sentía más afligido por los pecadores que por los hijos de Dios. Sin embargo, anhelaba dedicar mi vida clamando por ambos.”
“Pasé dos horas agonizando por las almas inmortales. A pesar de ser muy temprano todavía, mi cuerpo estaba bañado en sudor…Si tuviese mil vidas, con toda mi alma las habría dado todas por el gozo de estar con Cristo…” “Dediqué todo el día para ayunar y orar, implorando a Dios que me diese su guía y su bendición para la gran obra que tengo delante, la de predicar el evangelio. Al anochecer, el Señor me visitó maravillosamente durante la oración; sentí mi alma angustiada como nunca…sentí tanta agonía que sudaba copiosamente. ¡OH cómo Jesús sudó sangre por las pobres almas! Yo anhelaba sentir más y mas compasión por ellas.”
”Llegué a saber que las autoridades esperan la oportunidad de prenderme y encarcelarme por haber predicado en New Haven. Esto me contrarió y abandoné toda esperanza de trabar amistad con el mundo. Me retiré para un lugar oculto en la Floresta y presenté el caso al Señor.”
Después de completar sus estudios para el ministerio escribió: “Prediqué el sermón de despedida ayer por la noche. Hoy por la mañana oré en casi todos los lugares por donde anduve, y después de despedirme de mis amigos, inicié el viaje hacia donde viven los indios.”
Estas notas del diario de Brainerd revelan en parte, su lucha con Dios mientras se preparaba para el ministerio. Uno de los mayores predicadores de aquellos días, refiriéndose a ese diario declaró: “Fue Brainerd quien me enseñó a ayunar y orar. Llegué a saber que se consigue más mediante el contacto cotidiano con Dios que por medio de las predicaciones.”
Al iniciar la historia de la vida de Brainerd, ya relatamos como Dios le concedió entrada entre los feroces pieles rojas, en respuesta a una noche de oración postrado en tierra en medio de la floresta. Pero a pesar de que los indios le dieron amplia hospitalidad, concediéndole un sitio para dormir entre un poco de paja, y escucharon el sermón conmovidos, Brainerd no se sintió satisfecho y continuó luchando en oración, como lo revela su diario: “Sigo sintiéndome angustiado, esta tarde le prediqué a la gente, pero me sentí más desilusionado que antes acerca de mi trabajo; temo que no va a ser posible ganar almas entre estos indios. Me retiré y con toda mi alma pedí misericordia, pero sin sentir ningún alivio.”
“Hoy cumplí veinticinco años de edad. Me dolía el alma al pensar que he vivido tan poco para la gloria de Dios. Pasé el día solo en la floresta derramando mis quejas delante del Señor. Cerca de las nueve salí para orar en el bosque. Después del mediodía percibí que los indios estaban preparándose para una fiesta y una danza…Durante la oración sentí el poder de Dios y mi alma extenuada como nunca antes. Sentí tanta agonía e insistí con tanta vehemencia que al levantarme solo pude andar con dificultad. El sudor me corría por el rostro y por el cuerpo. Me di cuenta de que los pobres indios se reunían para adorar demonios y no a Dios; ese fue el motivo por el cual clamé a Dios que se apresurase a frustrar la reunión idólatra. Así pasé la tarde, orando sin cesar, implorando el auxilio divino para no confiar en mi mismo. Lo que experimenté mientras oraba fue maravilloso. Me parecía que no había nada de importancia en mí a no ser santidad de corazón y vida, y el anhelo por la conversión de los paganos a Dios. Todas mis preocupaciones se desvanecieron, mis recelos y mis anhelos todos juntos me parecían menos importantes que el soplo del viento. Anhelaba que Dios adquiriese para sí un nombre entre los paganos y le hice mi apelación con la mayor osadía, insistiendo que él reconociese que esa sería mi mayor alegría. En efecto, a mí no me importaba dónde o cómo vivía, ni las fatigas que tenía que soportar, con tal que pudiese ganar almas para Cristo. En esa forma continué implorando toda la tarde y toda la noche.”
Así revestido, Brainerd regresó del bosque por la mañana para enfrentar a los indios, seguro de que Dios estaba con él, como estuviera con Elías en el monte Carmelo. Al insistir con los indios para que abandonasen la danza, estos en vez de matarlo, desistieron de la orgía y escucharon su sermón por la mañana y por la tarde. Después de sufrir como pocos sufren, después de esforzarse de noche y de día, después de pasar innumerables horas en ayuno y oración, después de predicar la palabra a tiempo y fuera de tiempo, por fin se abrieron los cielos y cayó el fuego. Las siguientes transcripciones de su diario describen algunas de esas experiencias gloriosas:
“Pasé la mayor parte del día orando, pidiendo que el Espíritu Santo fuese derramado sobre mi pueblo…oré y alabé al señor con gran osadía, sintiendo en mi alma enorme carga por la salvación de esas preciosas almas. Diserté a la multitud extemporáneamente sobre Isaías 53:10: Con todo eso Jehová quiso quebrantarlo. Muchos de los oyentes entre la multitud de tres a cuatro mil personas quedaron conmovidos, al punto que se escuchó un gran llanto como el llanto de Adradimón.”
“Mientras yo iba a caballo, antes de llegar al lugar donde debía predicar, sentí que mi espíritu era restaurado y mi alma revestida de poder para clamar a Dios, casi sin cesar, por muchos kilómetros seguidos. En la mañana les prediqué a los indios de donde nos hospedamos. Muchos se sintieron conmovidos y, al hablarles acerca de la salvación de su alma, las lágrimas les corrían abundantemente y comenzaron a sollozar y a gemir. Por la tarde volvía al lugar donde acostumbraba predicarles; me escucharon con la mayor atención casi hasta el fin. La mayoría no pudo contenerse de derramar lágrimas ni de clamar con amargura. Cuanto mas les hablaba del amor y la compasión de Dios, que llegó a enviar a su propio hijo para que sufriera por los pecados de los hombres, tanto más aumentaba la angustia de los oyentes. Fue para mí una sorpresa notar como sus corazones parecían traspasados por el tierno y conmovedor llamado del evangelio, antes de que yo profiriese una única palabra de terror. “
“Prediqué a los indios sobre Isaías 53:3-10. Un gran poder acompañaba a la palabra y hubo una marcada convicción entre el auditorio; sin embargo, esta no fue tan generalizada como el día anterior. De todas maneras la mayoría de los oyentes se sintieron muy conmovidos y profundamente angustiados; algunos no podían caminar, ni estar de pie, y caían al suelo como si tuviesen el corazón traspasado y clamaban sin cesar pidiendo misericordia…Los que habían venido de lugares distantes, luego quedaron convencidos por el Espíritu de Dios.”
“En la tarde prediqué sobre Lucas 15:16-23. Había mucha convicción visible entre los oyentes mientras yo predicaba; pero después, al hablarles en forma particular a algunos que se mostraban conmovidos, el poder de Dios descendió sobre el auditorio como un viento recio que soplaba y barrió todo de una manera espectacular. Me quedé en pie, admirado por la influencia de Dios que se apoderó casi totalmente del auditorio. Parecía, más que cualquier otra cosa, la fuerza irresistible de una gran corriente de agua, o un diluvio creciente, que derrumbaba y barría todo lo encontraba a su paso. Casi todos los presentes oraban y clamaban pidiendo misericordia, y muchos no podían permanecer en pie. La convicción que cada uno sentía era tan grande que parecían ignorar por completo a las personas que estaban a su alrededor, y cada uno continuaba orando y rogando por sí mismo. Entonces recordé a Zacarías 12:10-12 porque había un gran llanto como el llanto de Hadadrimón, pues parecía que cada uno lloraba aparte.”
“Fue un día muy semejante como el día en que Dios mostró su poder a Josué (Josué 10:14) porque fue un día diferente a cualquier otro que yo hubiese presenciado jamás, un día en que Dios hizo mucho para destruir el reino de las tinieblas entre ese pueblo. ”
Es difícil reconocer la magnitud de la obra de David Brainerd entre las diversas tribus de indios, en medio de las florestas, él no entendía el idioma de ellos. Para transmitirles directamente al corazón el mensaje de Dios tenía que encontrar a alguien que le sirviese de interprete. Pasaba días enteros simplemente orando para que viniese sobre él el poder del Espíritu Santo con tanto vigor que esa gente no pudiese resistir el mensaje. Cierta vez tuvo que predicar valiéndose de un intérprete que estaba tan embriagado que casi no podía mantenerse en pie; sin embargo, decenas de almas se convirtieron por ese sermón.
A veces andaba de noche perdido en el monte, bajo la lluvia y atravesando montañas y pantanos. De cuerpo endeble, se cansaba en sus viajes. Tenía que soportar el calor del verano y el intenso frío del invierno. Pasaba días seguidos sufriendo hambre. Ya comenzaba a sentir quebrantada su salud. En ese tiempo estuvo a punto de casarse (su novia fue Jerusha Edwards, hija de Jonathan Edwards) y establecer un hogar entre los indios convertidos, o regresar y aceptar el pastorado de una de las iglesias que lo invitaba. Pero el se daba cuenta de que no podía vivir, por causa de su enfermedad, más de uno o dos años, y entonces resolvió arder hasta el fin.
Así después de ganar la victoria en oración clamó: “Heme aquí Señor, envíame a mí hasta los confines de la tierra; envíame a los pieles rojas del monte; aléjame de todo lo que se llama comodidad en la tierra; envíame aunque me cueste la vida, si es para tu servicio y para promover tu reino…”
Luego añadió: “Adiós amigos y comodidades terrenales, aun los más anhelados de todos, si el Señor así lo quiere. Pasaré hasta los últimos momentos de mi vida en cavernas y cuevas de la tierra, si eso sirve para el progreso del reino de Cristo.”
Fue en esa ocasión que escribió: “Continuaré luchando con Dios en oración a favor del rebaño de aquí, y en especial por los indios de otros lugares hasta la hora de acostarme. ¡Cómo me dolió tener que gastar el tiempo durmiendo! Anhelaba ser una llama de fuego que ardiera cada momento en el servicio divino y edificar el reino de Dios, hasta el último momento, el momento de morir.”
Por fin, después de cinco años de viajes arduos por parajes solitarios, de innumerables aflicciones y de sufrir dolores incesantes en el cuerpo, David Brainerd, tuberculoso y con las fuerzas físicas casi enteramente agotadas, consiguió llegar a la casa de Jonathan Edwards. El peregrino ya había completado su carrera terrenal y esperaba solamente el carro de Dios que lo transportaría a la gloria, cuando estaba en su lecho de dolor, vio entrar a alguien con la Biblia en la mano y exclamó: ¡OH el libro amado! ¡Muy pronto voy a verlo abierto. Entonces sus misterios me serán revelados!
A medida que iban disminuyendo sus fuerzas físicas y su percepción espiritual iba en aumento, hablaba con más y más dificultad: “Fui hecho para la eternidad. Cómo anhelo estar con Dios y postrarme ante él. OH que el redentor pueda ver el fruto de la aflicción de su alma y quedar satisfecho. OH ven Jesús, ven pronto, amen” – y durmió en el Señor.
Después de ese acontecimiento la novia de Brainerd, Jerusha comenzó a marchitarse como una flor, y cuatro meses después fue a morar también en la ciudad celeste. A un lado de su tumba está la tumba de David Brainerd, y del otro lado, la de su padre, Jonathan Edwards.
Para David Brainerd, el deseo más ferviente de su vida era arder como una llama, por Dios, hasta el último momento como él mismo lo decía: “anhelo ser una llama de fuego, constantemente ardiendo en el servicio divino, hasta el último momento, el momento de fallecer.”
Brainerd acabó su carrera terrena a los 29 años. Sin embargo, a pesar de su debilidad física tan grande, hizo mucho más de lo que la mayoría de los hombres hacen en setenta años. Su biografía, escrita por Jonathan Edwards, y revisada por Juan Wesley, tuvo más influencia sobre la vida A. J. Gordon que ningún otro libro, excepto la Biblia. Guillermo Carey leyó la historia de su obra y consagró su vida al servicio de Cristo en las tinieblas de la india. Roberto McCheyne leyó su diario y pasó su vida entre los judíos. Enrique Martín leyó su biografía y se entregó por completo para consumirse en un periodo de seis años y medio, en el servicio de su Maestro, en Persia. Lo que David Brainerd escribió a su hermano, Israel, es para nosotros un desafío a la obra misionera:”Digo, ahora que estoy muriendo, que ni por todo lo que hay en el mundo, habría yo vivido mi vida de otra manera.”