EL REINO POMPONEO |
Hace mucho,
existió un pequeño reino llamado Pomponeo, allí vivía un orgulloso curandero cuyo padre era un
zapatero que por creerse de mejor talento, puso un consultorio con el siguiente
letrero:” Doctor Pomponio, su eminencia lo atenderá de lunes a jueves de 10Am.
A 2:00Pm. No antes, ni después, no insista”
Y él no
era el único, el rey se creía emperador, la reina emperatriz y los súbditos se
tenían en tan alta estima que comenzaron a rehusar pagar impuestos y en vez de
continuar trabajando por el reino, comenzaron todos a pomponearse, aunque su
reino se limitaba a un castillo modesto y unas pocas aldeas con terrenos de
sembrados y un pequeño lago; su influencia apenas llegaba a la ciudad vecina.
Un día
el rey sacó un edicto:
“de
ahora en adelante, todos los súbditos tendrán un retrato de los excelentísimos
reyes de vuestro reino: Pomponeo y Pomponea, colgado en el centro de la sala de
su casa y así, mirándonos todos los días,
serán bendecidos por nuestra honorable presencia.”
Y como
era de esperarse en este reino de pavoneantes, vino el desastre; a lo reyes les
comenzó a faltar el oro, y ya casi no tenían comida, pues los súbditos no
querían trabajar en los sembrados; el curandero con aires de doctor recetó
cuanta hierba se encontraba enfermando a casi todo el reino. Lo único que llegó
a oídos de la ciudad más cercana fue que el reino Pomponeo era un montón de
mendigos petulantes, que estaban aguantando hambre por no saber que su nombre
se les había subido a la cabeza.
Entonces,
¡ocurrió un milagro! El rey, zumbándole las tripas del hambre, reunió a todos
sus súbditos en la asamblea más conmovedora que abrase visto, y les dijo: “Oh
Pomponiences, perdonadme, perdonadme, por ignorar el nombre con que nos
bautizaran nuestros padres; sí, nos llamamos PONPONIENCES, que significa:
pavoneantes.
Y en vez
de luchar contra esta defecto en nuestro carácter lo consentí, mimé y endiosé
así como casi todos vosotros mis engreídos amigos; estamos pobres y
hambrientos, vasta de este mal tan grande de nuestro orgullo. Volved a los
campos, sembrad nuestro sustento, trabajad en lo que en verdad es vuestro
talento y dejemos de aparentar lo que no somos, que la humildad sea nuestro más
grande trofeo.
Así
todos hambrientos y con lágrimas, se pidieron perdón unos a otros y recobraron
la cordura.
El
curandero cerró el consultorio y prometió solemnemente no recomendar mas
hierbas y ejercer de zapatero, su verdadero oficio.
El rey y
la reina dictaron decretos más sensatos, con impuestos justos
que todos pudiesen pagar.
Los
demás súbditos sembraron ese año las más deliciosas frutas, verduras y trigo que
pudieran comer y vender a los demás reinos, se volvieron tan prósperos que no
hubo un reino más rico y sabio que el de Pomponeo.
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