Conversión
«Dios
me llamó para que trabajara para él cuando tenía once años. Ese verano
fui a un campamento juvenil con una beca de trabajo, ya que mis padres
no podían pagarme la matrícula. Lo pasé muy mal. Los otros muchachos me
decían «el flaco» o «el hijo del predicador», y se burlaban de mis
lentes gruesos.
Cuando
escogían a los que iban a formar parte de un equipo para un juego
determinado, nadie quería al flaco. Recuerdo una vez que quedamos seis
sin escoger para ninguno de los dos equipos para un partido de
básquetbol. Bud Impesivo, excelente atleta pero que también me parecía
en esa época el peor abusador del mundo, gritó: «¡Tomaremos a estos
cinco si se quedan con el flaco!».
Así
fue todo el tiempo en ese campamento. Había ido con la esperanza de
disfrutar de un cambio en relación con la escuela, donde había estado
sacando malas notas en clase y pasando momentos difíciles fuera de
ella, pero resultó todavía peor en el campamento. Me preguntaba por qué
había venido.
Lo
descubrí la última noche. Se celebraba un culto especial y de repente
pareció como que el predicador me estuviera hablando solo a mí.
«No
importa quién eres», decía, «Dios te quiere. No importa si eres grande
o no, qué edad tienes. No importa cuán flaco seas y si sacas malas
notas en la escuela».
Esto
me impactó. Seguí escuchando con toda atención, mientras proseguía:
«Lo que Dios quiere de ti es un corazón dispuesto. Quiere oírte decir:
«Heme aquí, utilízame!».
Cuando
el orador invitó a los jóvenes que acampaban allí a que pasaran al
frente para entregar sus vidas a Cristo, recorrí apresurado el pasillo
para ir a arrodillarme y levantando las manos por encima de la cabeza
lo más alto que pude, exclamé con todas mis fuerzas: «Jesús, no soy
nada, pero quiero que me utilices. Toma lo que tengo. Es todo tuyo».
Esa
noche comenzó a arder en mi alma el fuego de Dios y supe que nunca más
volvería a ser el mismo. Después de esto, muchas veces, cuando otros
muchachos jugaban, yo oraba. Mientras otros veían películas o leían
historietas, yo buscaba a Dios o leía la Biblia. Había aprendido que mi
vida tenía un propósito y una misión, y nunca he perdido esto de
vista».
Predicador callejero
Cuando
era pastor en Pennsylvania predicaba hermosos sermones sobre el
testificar. Hacía todo lo posible para que mi congregación fuera una
iglesia evangelística, salvo testificar yo mismo. Entonces, un día,
Dios me sacó del templo a las calles.
Todos
los miércoles y sábados me introducía en los restaurantes, salones de
billar y boleras de Phillisburg, pescando almas. Cada cierto tiempo
pescaba una. Me emocionaba tanto con lo que empezaba a ocurrir, que
conté mis experiencias en mis sermones.
Poco
después, mi esposa comenzó a recibir llamadas telefónicas de varios
jóvenes de la iglesia: «¿Dónde está el pastor Wilkerson esta noche?»,
preguntaban. «¿En la calle Tres? Gracias. Hasta luego». Y muy pronto un
creciente número de adolescentes me acompañaba mientras le hablaba de
Jesús a gente que tenía hambre de oír de Dios. Sin ningún programa,
salvo la dirección del Espíritu, teníamos con nosotros una genuina
cruzada para Cristo.
«¡Hombre, sí que tengo problemas!», 1969.
tomado de: http://www.aguasvivas.cl/revistas/64/espigando2.htm
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