David Wilkerson-Segunda parte

Comienzo de La cruz y el puñal

La noche siguiente era miércoles, noche de culto de oración en la iglesia. Decidí informar a todos respecto de mi experimento de oración de las doce a las dos de la mañana y acerca de la extraña sugerencia que había resultado de ese experimento de oración. La noche era fría. Era a mediados del invierno y había comenzado a nevar. No muchas vinieron esa noche a la iglesia. Los agricultores, según creo, temían ser sorprendidos por una tormenta de nieve en el pueblo. Hasta las gentes del pueblo que asistían al culto llegaron tarde y ocuparon los últimos asientos de la iglesia, que es siempre una mala señal para el predicador. Significaba que tendría una congregación «fría» a la cual dirigir la palabra.
No intenté siquiera predicar un sermón esa noche. Cuando me puse de pie tras el púlpito pedí que todos pasaran a sentarse en las primeras bancas, «porque tengo algo que quiero enseñarles,» les dije. Abrí la revista Lije y se la enseñé.
«Miren bien la cara de esos muchachos», les dije, y luego les narré cómo el llanto había acudido a mis ojos y cómo había recibido instrucciones claras de ir yo mismo a Nueva York y procurar ayudar a esos muchachos. Mis feligreses me miraban impasibles. No me daba a entender y me daba cuenta del porqué. El instinto natural de cualquiera sería de aversión hacia esos jóvenes, y no de simpatía. Ni aún yo podía entender mi propia reacción.
Luego ocurrió algo maravilloso. Le informé a la congregación que quería ir a Nueva York pero no tenía dinero. A pesar de que había tan pocas personas presentes esa noche, y de que no entendían lo que yo trataba de hacer, mis feligreses se pusieron de pie en silencio, avanzaron hacia el frente de la iglesia, y uno por uno colocaron su ofrenda sobre la mesa de la comunión.
La ofrenda alcanzó a setenta y cinco dólares, más o menos, lo suficiente para un viaje de ida y vuelta en automóvil a Nueva York.
La Cruz y el Puñal, 1963.

La vida renovada
Cito de mi diario, 24 de agosto de 1965: «Luego de siete años de servicio a mi Señor, todavía no puedo comprender por completo el acto de la crucifixión y la vida renovada que sigue a la resurrección. Debo llegar a saber qué significa morir; que nunca se vuelva a saber de uno».
Ahora, permítame decirle cómo me llegó la muerte, qué me mostró Dios horas antes del momento de morir.
Estaba caminando dentro de mi estudio e invocando a Dios: «Oh, Señor, crucifícame, crucifícame. Permíteme morir. Permíteme vivir la vida crucificada». Mentalmente me estaba dirigiendo despacio hacia el Calvario, tratando de volver a captar y revivir esos últimos momentos con Cristo en el Calvario. Trataba de imaginarme el sufrimiento, la vergüenza, el dolor que él había soportado por mí. Intentaba atrapar las miradas de quienes estaban de pie, mofándose. Luchaba por verlos clavar a Jesús en su cruz y luego elevarlo sobre la colina. Esperaba oír el sonido del trueno y ver los relámpagos que significaban que los cielos estaban observando la escena. Pero no hubo ningún trueno. En cambio, en forma clara y fuerte, resonando sobre las colinas, provino el grito del Salvador: «Consumado es».
De repente, me encontré gritando en voz alta: «Consumado es». Su muerte es mi muerte. Yo estoy muerto con Cristo. Todo ha terminado». En ese momento todo estuvo claro, y la luz comenzó a brillar en mi alma.
La crucifixión es un acto, no una forma de vida. Gracias a Él, las siguientes verdades que nunca había llegado a comprender del todo, comenzaron a convertirse en reales. Nuestra crucifixión finaliza cuando nosotros, con Cristo en nuestra cruz, podemos gritarle al mundo entero: «Consumado es». Debemos reconocer de una vez por todas que Jesús completó la obra, que no es nuestra, sino de él. 
No estoy enojado con Dios, 1967

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