Compartimos un extracto del diario de David Brainerd, que escribiera el célebre predicador Jonathan Edwards. Tomado de:
https://diariosdeavivamientos.files.wordpress.com/2018/10/el-diario-de-david-brainerd-la-vida-de-david-brainerd-diarios-de-avivamientos-2018.pdf
...Después del fallecimiento del Sr. Fiske, continué los estudios con mi hermano. Perseveraba en la práctica constante de los deberes religiosos, y me admiraba de la ligereza de los que se profesaban cristianos; lamentando su descuido en los asuntos religiosos. Así proseguí mucho tiempo sobre esa base de justicia propia; y me habría perdido y condenado completamente, si no fuera por la misericordia de Dios que lo impidió. En algún tiempo, al comienzo del invierno de 1738, agradó a Dios un sábado por la mañana, cuando yo partía para cumplir mis deberes secretos; darme de repente, un tal sentido de mi peligro y de su ira, que me quedé admirado. Y luego desaparecieron mis cómodas disposiciones anteriores.
Ante la visión que tuve de mi pecado y vileza, quedé muy afligido durante todo aquel día, temiendo que la venganza de Dios pronto me alcanzara. Me sentía muy abatido, manteniéndome solitario. Llegué a envidiar la felicidad de las aves y de los cuadrúpedos, pues no estaban sujetos a aquella miseria eterna; como evidentemente yo veía que estaba sujeto. Y así vivía día a día, a menudo en gran aflicción. A veces parecía que montañas obstruían mis esperanzas de misericordia, y la obra de conversión parecía tan grande que pensé que nunca sería el objeto de ella. Sin embargo, solía orar, clamar a Dios y realizar otros deberes con gran ardor; por lo que esperaba, por algunos medios, mejorar mi situación. Por cientos de veces renuncié a todas las pretensiones de cualquier valor en mis deberes espirituales, al mismo tiempo que los realizaba. Y con frecuencia confesé a Dios que yo no merecía nada por los mejores de ellos; a no ser la condenación eterna. Sin embargo, tenía una esperanza secreta de recomendarme a Dios mediante mis deberes religiosos. Cuando oraba emotivamente, y mi corazón, en alguna medida, parecía enternecerse; esperaba que por ello Dios tuviera piedad de mí. En esas ocasiones, había alguna apariencia de bondad en mis oraciones, y yo parecía estar lamentando por el pecado. En alguna medida me aventuraba en la misericordia de Dios en Cristo, como yo pensaba; aunque el pensamiento preponderante, el fundamento de mi esperanza, era alguna imaginación de bondad en el entramado de mi corazón, en el calor de mis afectos y en la extraordinaria dilatación de mis oraciones. Había momentos en que la puerta me parecía tan estrecha que yo veía como imposible entrar, pero en otras ocasiones me halagaba, diciendo que no era tan difícil; y esperaba que, por medio de la diligencia y de la vigilancia, lo acabaría consiguiendo. Algunas veces, después de mucho tiempo en devociones y en fuerte emoción, creía que había dado un buen paso hacia el cielo e imaginaba que Dios había sido afectado así como yo; y que Él oiría tales sinceros clamores, como yo los llamaba. Y así, en varias ocasiones, cuando me retiraba para la oración secreta en gran aflicción, yo volvía confortado. Y de esta forma buscaba curarme a mí mismo con mis deberes.
En una ocasión, en febrero de 1739, separé un día para ayuno y oración secretos; y pasé aquel día en clamores casi incesantes a Dios, pidiendo misericordia para que Él me abriera los ojos a la maldad del pecado y al camino de la vida, por medio de Jesucristo. En aquel día, Dios se agradó en hacer para mí notables descubrimientos en mi corazón. Sin embargo, continué confiando en la práctica de mis deberes, aunque no tuviera ninguna virtud en sí; no habiendo en ellos ninguna relación con la gloria de Dios, ni tal principio en mi corazón. Sin embargo, agrado a Dios, hacer de mis esfuerzos un medio para mostrarme, en alguna medida, mi debilidad. A veces yo era grandemente alentado, e imaginaba que Dios me amaba y se agradaba de mí; y pensaba que pronto estaría completamente reconciliado con Dios. Pero todo esto estaba fundamentado en mera presunción, surgiendo de la ampliación en mis deberes, o del calor de los afectos, o de alguna buena resolución, o cosas similares. Y cuando, a veces, una gran aflicción empezaba a surgir basada en la visión de mi vileza y la incapacidad de librarme a mí mismo de un Dios soberano, entonces solía posponer el descubrimiento como algo que no podía soportar. Recuerdo que una vez, fui tomado por un terrible dolor de aflicción de alma; la idea de renunciar a mí mismo, permaneciendo desnudo ante Dios, desnudo de toda bondad, fue tan temible para mí que estuve listo para decir, como Félix le dijo a Pablo: “Por ahora puedes retirarte” (Hechos 24.25).
Así, aunque diariamente anhelaba una mayor convicción de pecado, suponiendo que tenía que percibir más de mi temible estado para que pudiera remediarlo; cuando los descubrimientos de mi impío corazón fueron hechos, la visión era tan espantosa, y se me mostraba tan aterradora, tan cristalina mi exposición a la condenación, que no podía soportarla. Yo constantemente me esforzaba por obtener cualquier calificación, que imaginaba que otros obtuvieron antes de recibir a Cristo; para recomendarme a su favor. Pero otras veces, sentía el poder de un corazón empedernido, y suponía que el mismo tenía que ser ablandado antes de que Cristo me aceptara; y cuando sentía cualquier enternecimiento de corazón, entonces esperaba que de aquella vez la obra estuviera casi hecha. Y, por lo tanto, cuando mi aflicción permanecía, yo solía murmurar contra la manera como Dios lidiaba conmigo, y pensaba que cuando otros sentían sus corazones favorablemente ablandados Dios les mostraba su misericordia hacia ellos; pero mi aflicción aún permanecía inmóvil.
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...Después del fallecimiento del Sr. Fiske, continué los estudios con mi hermano. Perseveraba en la práctica constante de los deberes religiosos, y me admiraba de la ligereza de los que se profesaban cristianos; lamentando su descuido en los asuntos religiosos. Así proseguí mucho tiempo sobre esa base de justicia propia; y me habría perdido y condenado completamente, si no fuera por la misericordia de Dios que lo impidió. En algún tiempo, al comienzo del invierno de 1738, agradó a Dios un sábado por la mañana, cuando yo partía para cumplir mis deberes secretos; darme de repente, un tal sentido de mi peligro y de su ira, que me quedé admirado. Y luego desaparecieron mis cómodas disposiciones anteriores.
Ante la visión que tuve de mi pecado y vileza, quedé muy afligido durante todo aquel día, temiendo que la venganza de Dios pronto me alcanzara. Me sentía muy abatido, manteniéndome solitario. Llegué a envidiar la felicidad de las aves y de los cuadrúpedos, pues no estaban sujetos a aquella miseria eterna; como evidentemente yo veía que estaba sujeto. Y así vivía día a día, a menudo en gran aflicción. A veces parecía que montañas obstruían mis esperanzas de misericordia, y la obra de conversión parecía tan grande que pensé que nunca sería el objeto de ella. Sin embargo, solía orar, clamar a Dios y realizar otros deberes con gran ardor; por lo que esperaba, por algunos medios, mejorar mi situación. Por cientos de veces renuncié a todas las pretensiones de cualquier valor en mis deberes espirituales, al mismo tiempo que los realizaba. Y con frecuencia confesé a Dios que yo no merecía nada por los mejores de ellos; a no ser la condenación eterna. Sin embargo, tenía una esperanza secreta de recomendarme a Dios mediante mis deberes religiosos. Cuando oraba emotivamente, y mi corazón, en alguna medida, parecía enternecerse; esperaba que por ello Dios tuviera piedad de mí. En esas ocasiones, había alguna apariencia de bondad en mis oraciones, y yo parecía estar lamentando por el pecado. En alguna medida me aventuraba en la misericordia de Dios en Cristo, como yo pensaba; aunque el pensamiento preponderante, el fundamento de mi esperanza, era alguna imaginación de bondad en el entramado de mi corazón, en el calor de mis afectos y en la extraordinaria dilatación de mis oraciones. Había momentos en que la puerta me parecía tan estrecha que yo veía como imposible entrar, pero en otras ocasiones me halagaba, diciendo que no era tan difícil; y esperaba que, por medio de la diligencia y de la vigilancia, lo acabaría consiguiendo. Algunas veces, después de mucho tiempo en devociones y en fuerte emoción, creía que había dado un buen paso hacia el cielo e imaginaba que Dios había sido afectado así como yo; y que Él oiría tales sinceros clamores, como yo los llamaba. Y así, en varias ocasiones, cuando me retiraba para la oración secreta en gran aflicción, yo volvía confortado. Y de esta forma buscaba curarme a mí mismo con mis deberes.
En una ocasión, en febrero de 1739, separé un día para ayuno y oración secretos; y pasé aquel día en clamores casi incesantes a Dios, pidiendo misericordia para que Él me abriera los ojos a la maldad del pecado y al camino de la vida, por medio de Jesucristo. En aquel día, Dios se agradó en hacer para mí notables descubrimientos en mi corazón. Sin embargo, continué confiando en la práctica de mis deberes, aunque no tuviera ninguna virtud en sí; no habiendo en ellos ninguna relación con la gloria de Dios, ni tal principio en mi corazón. Sin embargo, agrado a Dios, hacer de mis esfuerzos un medio para mostrarme, en alguna medida, mi debilidad. A veces yo era grandemente alentado, e imaginaba que Dios me amaba y se agradaba de mí; y pensaba que pronto estaría completamente reconciliado con Dios. Pero todo esto estaba fundamentado en mera presunción, surgiendo de la ampliación en mis deberes, o del calor de los afectos, o de alguna buena resolución, o cosas similares. Y cuando, a veces, una gran aflicción empezaba a surgir basada en la visión de mi vileza y la incapacidad de librarme a mí mismo de un Dios soberano, entonces solía posponer el descubrimiento como algo que no podía soportar. Recuerdo que una vez, fui tomado por un terrible dolor de aflicción de alma; la idea de renunciar a mí mismo, permaneciendo desnudo ante Dios, desnudo de toda bondad, fue tan temible para mí que estuve listo para decir, como Félix le dijo a Pablo: “Por ahora puedes retirarte” (Hechos 24.25).
Así, aunque diariamente anhelaba una mayor convicción de pecado, suponiendo que tenía que percibir más de mi temible estado para que pudiera remediarlo; cuando los descubrimientos de mi impío corazón fueron hechos, la visión era tan espantosa, y se me mostraba tan aterradora, tan cristalina mi exposición a la condenación, que no podía soportarla. Yo constantemente me esforzaba por obtener cualquier calificación, que imaginaba que otros obtuvieron antes de recibir a Cristo; para recomendarme a su favor. Pero otras veces, sentía el poder de un corazón empedernido, y suponía que el mismo tenía que ser ablandado antes de que Cristo me aceptara; y cuando sentía cualquier enternecimiento de corazón, entonces esperaba que de aquella vez la obra estuviera casi hecha. Y, por lo tanto, cuando mi aflicción permanecía, yo solía murmurar contra la manera como Dios lidiaba conmigo, y pensaba que cuando otros sentían sus corazones favorablemente ablandados Dios les mostraba su misericordia hacia ellos; pero mi aflicción aún permanecía inmóvil.
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