En cierta ocasión, cuando estaba en una de sus reuniones de oración, se me preguntó
si deseaba que oraran por mí. Les respondí que no, pues no podía ver que Dios
respondiera sus oraciones. Dije: "Supongo que necesito que se ore por mí, pues soy un
pecador: pero no veo como podría beneficiarme el que ustedes orasen por mí, pues
ustedes están pidiendo continuamente, mas no reciben. Ustedes han estado orando
por un avivamiento de la religión desde que llegue a Adams, sin embargo aún no lo
tienen. Han estado orando para que el Espíritu Santo descienda sobre ustedes más
continúan quejándose de sus flaquezas". Recuerdo que una vez hice uso de esta
expresión: "Desde que asisto a sus reuniones han orado suficiente como para eliminar
toda la maldad de Adams, si es que realmente hay virtud en sus oraciones. Pero aquí
siguen, orando todavía y quejándose aún". Fui ferviente en lo que dije y estaba
bastante irritado, creo que por consecuencia de haber sido confrontado
continuamente con las verdades religiosas, lo cual era algo totalmente nuevo para mí.
Sin embargo en mi lectura posterior de la Biblia me asombró ver que la razón por la
cual sus oraciones no eran contestadas era porque no estaban cumpliendo con las
condiciones reveladas en base a las cuales Dios había prometido dar respuesta a la
oración: ellos no estaban orando con fe, es decir, no estaban orando con la expectativa
de que Dios les diera aquello por lo que oraban. Vi que había muchas condiciones
reveladas en la Biblia, en base a las cuales la oración podía ser respondida, que ellos
estaban pasando por alto. Este pensamiento, sin embargo, permaneció por algún
tiempo en mi mente en forma de interrogantes confusos y no como algo definido que
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pudiera declarar con palabras. De cualquier modo, este descubrimiento alivió mi
mente con respecto a la veracidad del evangelio; y después de luchar en este modo
por cerca de dos o tres años, me convencí de que pese a cualquier mistificación que
existiera en mi mente, en la de mi pastor o en la de la iglesia, la Biblia era
verdaderamente la Palabra de Dios. Una vez convencido de esto, fui confrontado con
otra pregunta: ¿aceptaría a Cristo, como lo requería el evangelio o seguiría mi vida el
curso del mundo? Ahora puedo ver que mi mente había sido tan impresionada por el
Espíritu Santo en ese periodo, que me hubiera sido imposible dejar esa pregunta sin
respuesta, y tampoco podría permanecer dubitante entre los dos cursos que le habían
sido presentados a mi vida.
En este punto de mi historia, cierto Sabbath en la tarde resolví en mi mente dar
respuesta al dilema de la salvación de mi alma de una vez por todas y de ser posible,
hacer las paces con Dios. Siendo que estaba muy ocupado con los asuntos de la oficina,
sabía que sin una gran firmeza de propósito nunca abordaría el tema. Así que decidí,
en lo que me fuera posible, evitar todo trabajo y cualquier otro asunto que pudiera
distraer mi atención y evitar que me entregara por completo a la tarea de asegurar la
salvación de mi alma. Llevé esta resolución a efecto con seriedad y tan bien como
pude. Sin embargo estaba obligado a permanecer por un buen tiempo en la oficina.
Mas quiso la providencia que no tuviera mayores oficios ni el día lunes ni el martes y
tuve así oportunidad de leer mi Biblia y de estar en oración la mayor parte del tiempo.
Sin embargo, era yo orgulloso sin saberlo. Había supuesto que la opinión de los demás
me tenía sin cuidado, sea ya que pensaran esto o aquello de mí. Además, yo había
sido, de hecho, bastante particular en mi asistencia a sus reuniones de oración y en el
grado de atención que le había prestado a la religión durante mi estadía en Adams.
Con respecto a esto había sido yo tan particular que continuamente había llevado a la
iglesia a pensar que estaba ansioso en la búsqueda de respuestas. Sin embargo
descubrí, cuando tuve que afrontar el dilema, que estaba poco dispuesto a permitir
que alguien supiera que procuraba la salvación de mi alma. Cuando oraba tan solo
susurraba mis oraciones de tal modo que no pasaran de la puerta, no fuera que
alguien descubriera que estaba orando.
Hasta antes de ese momento mantenía mi Biblia en la mesa junto a los libros de
derecho y nunca se me había ocurrido avergonzarme de que se me hallara leyéndola
más de lo pudiera avergonzarme el que me vieran leyendo cualquier otro de mis libros.
Sin embargo después de haber emprendido con fervor la búsqueda de mi salvación
mantenía mi Biblia lo más escondida posible. Si me encontraba leyéndola cuando
alguien entraba a la oficina, tiraba sobre ella mis libros de derecho para dar la
impresión de que no la tenía a la mano. En lugar de ser franco y de estar dispuesto a
hablar con cualquiera y con quien sea del tema, como era mi costumbre, ahora me
encontraba a mí mismo cerrado a discutirlo con nadie. No deseaba ver a mi pastor por
dos razones: La primera, no deseaba que conociera mi sentir; y la segunda, no tenía
confianza alguna de que él pudiera comprender mi caso y darme la dirección que
necesitaba. Por las mismas razones evitaba las conversaciones con los ancianos de la
iglesia, o con cualquier otro cristiano. Me daba vergüenza que supieran como me
sentía, por un lado, y por otra parte me preocupaba que me guiaran mal. Sentía que
mi único recurso era la Biblia.
Durante el día y la noche del lunes y el martes mi grado de convicción aumentó, sin
embargo tenía la impresión de que a la vez mi corazón se hacía más duro. No podía
derramar una lágrima; no podía orar. No tenía oportunidad de orar más alto que un
suspiro; y frecuentemente sentía que si pudiera estar a solas en donde pudiera alzar la
voz y expresarme como quisiera, entonces encontraría alivio en la oración. Me sentía
tímido y había evitado, en cuanto pude, hablar con alguien al respecto. Había
intentado hacer esto sin levantar sospechas de que estaba buscando la salvación de mi
alma en la mente de cualquiera.
La noche del martes me sentía muy nervioso y se apoderó de mí la extraña sensación
de que estaba a punto de morir. Yo sabía que de ser así mi único destino era hundirme
en el infierno. Sentí estar a punto de gritar, sin embargo traté de calmarme lo mejor
que pude hasta la mañana. En la mañana me levanté y partí a una hora temprana a la
oficina. Sin embargo, justo antes de llegar a la oficina algo parecía estar
confrontándome con preguntas como estas--de hecho parecía que este
cuestionamiento proviniera de dentro de mí, en forma de una voz interna--: "¿Qué
estás esperando? ¿Acaso no prometiste entregarle tu corazón a Dios?" Y "¿Qué estás
tratando de hacer? ¿Acaso tratas de elaborar tu propia justicia con obras?"
Fue en ese preciso momento cuando toda la cuestión de la salvación ofrecida en el
evangelio se abrió en mi mente de la forma más maravillosa. Pensé y vi con una
claridad que nunca había experimentado en mi vida la realidad y la suficiencia de la
expiación de Cristo. Vi que su obra era una obra completa, y que en vez de tener o de
necesitar justicia alguna para poder encomendarme a Dios, lo que debía hacer era
someterme a la justicia de Dios por medio de Cristo. De hecho la oferta de salvación
del evangelio me pareció la oferta de algo que debía de ser aceptado, y que era
suficiente y completa; y que lo único que era necesario de mi parte era dar mi
consentimiento para la entrega de mis pecados, y entregarme a mí mismo a Cristo. Vi
que la salvación no era algo que podía ser labrado por medio de mis obras, sino algo que debía de ser hallado enteramente en el Señor Jesucristo, quien se presentó ante
mí para ser aceptado como mi Dios y mi Salvador.
Sin haber estado consciente de ello, me había detenido en la calle en donde la voz
interior me había confrontado. Cuánto tiempo permanecí en esa posición... no lo sé.
Pero después de que esta particular revelación se estacionó en mi mente por un breve
momento, me pareció distinguir la pregunta: "¿La aceptarás ahora, hoy?" Respondí:
"Sí, la aceptaré hoy mismo o moriré en el intento."
Al norte de la villa y sobre una colina había una arboleda, en la cual había hecho el
hábito, casi diario, de caminar cuando hacía buen tiempo. En ese momento corría el
mes de octubre, y ya había pasado la temporada para mis caminatas. Sin embargo, en
lugar de ir a la oficina, me devolví y seguí rumbo a la arboleda, sintiendo que debía
estar a solas y lejos de todo ojo y oído humano, para así poder derramar mi oración
delante de Dios. Aún con esto mi orgullo estaba por emerger.
A medida que subía la colina se me ocurrió que alguien podía verme y suponer que me
alejaba para orar. Luego presumí que nadie sobre la tierra sospecharía que me dirigía a
orar si me veía en el camino. Sin embargo tan grande era mi orgullo y estaba yo tan
poseído por el temor al hombre, que recuerdo haberme escondido a lo largo de la
cerca hasta que estuve lejos de la vista de cualquiera que pudiera estar en la villa.
Penetré al bosque, creo que caminé un cuarto de milla, y llegué hasta el otro lado de la
colina en donde encontré un lugar en donde unos árboles enormes habían caído al
piso entrecruzados, dejando un espacio abierto entre unos tres o cuatro grandes
troncos. Pensé que el sitio podía servirme como una suerte de cuarto cerrado. Entre al
lugar y me puse de rodillas para orar. Recuerdo que cuando estaba caminando en el
bosque, dije: "le entregaré mi corazón a Dios o nunca saldré de aquí." Recuerdo que
varias veces repetí: "le daré mi corazón a Dios antes de volver a salir de este lugar".
Sin embargo, cuando intenté orar noté que mi corazón no oraba. Había asumido que si
tan solo pudiera estar en un lugar en donde me fuera posible hablar en voz alta sin ser
escuchado podría orar con libertad. Mas, ¡he aquí, cuando lo intentaba, estaba mudo!
En otras palabras, no tenía nada que decirle a Dios; cuando más solo podía decir pocas
palabras y vacías, sin corazón. Cuando intentaba orar, de pronto me parecía escuchar
un crujir de hojas, entonces interrumpía la oración y me levantaba para mirar si
alguien venía. Esto lo hice en varias ocasiones. Finalmente me encontré a mí mismo
cayendo vertiginosamente en la desesperación. Me dije a mi mismo: "He descubierto
que no puedo orar. Mi corazón está muerto para con Dios y no va a orar." Luego me
reproché el haber prometido darle mi corazón a Dios antes de salir de la arboleda.
Sentía que había hecho una promesa precipitada, que me vería obligado a romper,
pues ahora que lo había intentado descubrí que no podía entregarle a Dios mi corazón.
Mi alma interior había retrocedido y se negaba a salir para ofrecer mi corazón. En lo
profundo de mí empecé a sentir que ya era muy tarde; que debía ser que Dios había renunciado a alcanzarme y que la esperanza para mí ya había pasado. Ese
pensamiento me oprimía justo en el momento en el cual también me agobiaba lo
precipitado de mi promesa de que le daría mi corazón a Dios o moriría en el intento.
Sentía que había atado mi alma a esa promesa y que iba a romper mi juramento. Una
profunda debilidad y desesperanza me sobrevino en este punto, y me sentía casi
demasiado débil como para sostenerme en mis rodillas.
Justo en este momento me pareció oír nuevamente que alguien se acercaba y abrí mis
ojos para verificar si era así. Fue allí cuando me fue dada la clara revelación de que mi
gran impedimento era el orgullo de mi corazón. Una conciencia abrumadora de mi
maldad por haberme avergonzado de que un ser humano pudiera verme en mis
rodillas, ante Dios, me poseyó de tal manera que clamé al límite de mi voz que no
abandonaría ese lugar aun cuando todos los hombres sobre la tierra y todos los
demonios del infierno me rodearan. "¡Qué!" me dije a mi mismo, "¡un pecador tan
degradado como yo, en mis rodillas y confesando mis pecados al Altísimo y Santo Dios,
está avergonzado de que alguien, otro pecador como yo mismo, se entere de esto que
hago y me encuentre arrodillado buscando hacer la paz con el Dios al que he
ofendido!" Mi pecado me pareció terrible, infinito. Me quebrantó delante del Señor.
Fue entonces cuando esta porción de la Escritura pareció caer en mi mente con un
diluvio de luz: "Entonces me invocaréis, e iréis y oraréis a mí, y yo os oiré: Y me
buscaréis y hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón". Mi corazón se
apoderó de esta verdad al instante. Antes había creído en la Biblia de forma
intelectual, pero jamás la verdad había calado en mi mente de tal modo que la fe
resultara en una confianza voluntaria y no un estado intelectual. Estuve tan consciente
de confiar en la veracidad de Dios en ese momento, como lo estuve de mi propia
existencia. De alguna manera sabía que esa frase era un pasaje de la Escritura, aunque
no recordaba haberlo leído jamás. Sabía que lo que me había hablado era la Palabra de
Dios y la voz de Dios mismo, por así decirlo. Entonces clamé a Él: "Señor, te tomo por
tu Palabra. Ahora sabes que te busco con todo mi corazón, y que he venido aquí para
orar a ti, y tú has prometido escucharme." Eso parecía resolver la cuestión del hecho
de que ahora sí podría cumplir con mi promesa. El Espíritu parecía seguir insistiendo en
la idea del pasaje: "porque me buscaréis de todo vuestro corazón." La cuestión
planteada en el texto del cuándo, es decir, de lo que parecía ser el ahora, caía
pesadamente en mi corazón. Le había dicho al Señor que lo tomaría por su Palabra,
que él no podía mentir y que por lo tanto estaba seguro de que había escuchado mi
oración y de que él me encontraría.
Después de esto Dios me dio muchas otras promesas tanto del Nuevo como del
Antiguo Testamento, y en especial otras de las más preciosas promesas con respecto a
nuestro Señor Jesucristo. Jamás podré explicar en palabras, a nadie, cuan preciosas y
verdaderas me parecieron sus promesas. Cada una de ellas las tomé como verdades
infalibles, las afirmaciones de un Dios que no puede mentir. Más que calar en mi mente, calaban en mi corazón, para ser puestas al alcance de los poderes voluntarios
de mi mente; y me apoderé de ellas, me apropié de ellas y me agarré de ellas como un
hombre a punto de ahogarse se agarra de un madero.
Continué así orando, recibiendo y apropiándome de promesas por mucho tiempo, no
sé cuánto. De cualquier, modo oré hasta que mi mente estuvo tan llena, que cuando
me di cuenta ya estaba de pie y camino arriba, hacia el sendero. El hecho de haberme
convertido no había ascendido del todo a mi pensamiento, sin embargo a medida que
me abría paso entre las hojas y la maleza, recuerdo haber dicho con gran énfasis: "si
algún día llego a convertirme, predicaré el evangelio".
Pronto llegué al sendero que conducía a la villa y empecé a reflexionar en lo que había
sucedido, y descubrí que mi mente se encontraba maravillosamente quieta y en paz.
"¿Qué es esto?" me dije a mi mismo-- "debo de haber contristado al Espíritu Santo de
tal manera que se ha apartado de mí por completo. He perdido toda convicción de
pecado. Ya no tengo preocupación alguna por mi alma, debe ser que el Espíritu me ha
abandonado. ¡Por qué!" continué pensando: "jamás me he sentido tan despreocupado
por la salvación de mi alma en toda mi vida". En ese momento recordé lo que le había
dicho a Dios mientras estaba en mis rodillas. Recordé que le dije que le tomaría por su
Palabra, y de hecho recordé muchas otras cosas que había dicho y llegué a la
conclusión de que, por supuesto, el Espíritu me había abandonado. El hecho de que un
pecador como yo fuese a apropiarse de la palabra de Dios de esa forma era algo
presuntuoso, sino una blasfemia. Concluí que en medio de mi emoción había ofendido
al Espíritu Santo, y que tal vez hasta había llegado a cometer el pecado imperdonable.
Caminé en silencio hacia la villa. Mi mente estaba tan perfectamente tranquila que
parecía que toda la naturaleza estuviera escuchando. Esto sucedió un diez de octubre,
hacía un día muy agradable. Me había internado en la arboleda inmediatamente
después de un desayuno muy temprano y cuando regresé a la villa era ya hora del
almuerzo. Había estado totalmente inconsciente del paso del tiempo, incluso me
parecía que me había ausentado por tan solo un momento. Pero ¿cómo iba yo a
explicar la quietud en mi mente? Traté de recordar la convicción de pecado, recuperar
el peso del pecado bajo el cual había estado luchando, más toda sensación de pecado,
toda conciencia de pecado presente o de culpa me había abandonado. Me dije: "¿qué
sucede que no puedo recoger ningún sentimiento de culpa en medio de mi alma,
siendo el gran pecador que soy?" Traté en vano de ponerme ansioso por mi estado.
Noté que estaba tan tranquilo y en paz que traté de sentir preocupación por ello, pues
podía ser simplemente el resultado de haber ofendido al Espíritu. Sin embargo, sin
importar de qué forma lo viera, no podía provocar en mí ansiedad alguna por mi alma
ni por mi estado espiritual. El reposo en el que se encontraba mi mente era
inmensamente grande. Jamás podría describirlo en palabras. No había perspectiva que
abordara, ni esfuerzo que pudiera hacer para devolverme el sentimiento de culpa o al menos la preocupación por mi salvación. La idea de Dios era dulce en mi mente y me
había poseído la más profunda tranquilidad. Todo esto era un gran misterio para mí,
que sin embargo no me angustiaba ni me tenía perplejo.
Fui a almorzar, pero descubrí que no tenía apetito. Fui entonces a la oficina y encontré
que el Lcdo. Wright había salido a almorzar. Tomé mi viola-bajo y, como era mi
costumbre, empecé a tocar y a cantar algunas piezas de música sacra. Mas apenas
empezaba a tocar y a cantar aquellas sagradas palabras, me puse a llorar. Era como si
mi corazón fuera todo líquido, y mis sentimientos estaban en tal estado que no podía
escuchar mi propia voz cantando sin que se desbordaran mis sensibilidades. Me
asombré por esto y traté de retener las lágrimas, pero no pude. Me preguntaba qué
podría estar afligiéndome que me provocara tan fácilmente al llanto. Después de tratar
en vano de suprimir las lágrimas, puse mi instrumento a un lado y dejé de cantar.
Después del almuerzo nos involucramos en la mudanza de nuestros libros y muebles a
otra oficina. Estuvimos muy ocupados en el asunto y hubo muy poca conversación
entre nosotros durante el resto de la tarde. Mi mente continuó en un estado de
profunda tranquilidad toda la tarde. En mi alma y en mis pensamientos había una gran
dulzura y ternura. Todo parecía ir bien y nada me irritaba o me molestaba en lo más
mínimo. Al caer la tarde, el pensamiento de tratar de volver a orar nuevamente apenas
estuviera solo me invadió, no iba a abandonar el tema de la religión y rendirme ahora,
a cualquier precio y aunque ya no tuviera la preocupación por mi alma, seguiría
orando.
Apenas llegada la noche terminamos de acomodar los libros y los muebles, y preparé
en la chimenea un gran fuego, con la esperanza de pasar la noche a solas. Cuando
empezó a oscurecer el Lcdo. Wright, viendo que ya todo había quedado en su lugar,
me deseó buenas noches y se fue a su casa. Yo le había acompañado a la puerta, y al
cerrarla y voltearme, mi corazón pareció derretirse dentro de mí. Todos mis
sentimientos internos parecían levantarse hasta derramar. La impresión en mi mente
era esta: "quiero derramar toda mi alma delante de Dios". Tal era este levantamiento
de mi alma que corrí a la sala de consejo, que se encontraba en la parte trasera de la
oficina, a orar. Allí no había fuego ni luz, estaba oscuro. Sin embargo a mí me pareció
perfectamente iluminada.
Mientras cerraba la puerta de esta habitación, sentí encontrarme con el Señor
Jesucristo cara a cara. No se me ocurrió entonces, ni tampoco algún tiempo después,
que este encuentro fuera por completo un estado mental. Por el contrario, me pareció
encontrarme con él cara a cara y verle tal como podría ver a cualquier hombre. No dijo
nada, pero me miró de tal manera que me quebrantó al piso, a sus pies. Desde
entonces he considerado esta experiencia como el más sobresaliente estado mental,
pues me pareció que realmente Jesús estaba frente a mí y que yo había caído a sus
pies derramando ante él toda mi alma.
Lloré en voz alta como un niño, e hice confesiones, las que me permitieron mis
entrecortados sollozos. Me pareció bañar sus pies con mis lágrimas, y sin embargo no
recuerdo ninguna impresión particular de haberle tocado. Debo de haber continuado
en este estado por un buen tiempo, pero mi mente estaba demasiado absorbida con el
encuentro como para recordar nada de lo que dije.
Lo que sé es que tan pronto mi mente se tranquilizó lo suficiente como para terminar
el encuentro, regresé a la parte del frente de la oficina y encontré que el fuego que
había hecho con pedazos grandes de leña estaba casi apagado. Cuando estaba a punto
de sentarme junto al fuego, recibí un bautismo poderoso del Espíritu Santo. Sin
esperarlo, sin siquiera haber tenido en mi mente la idea de que algo así estaba
disponible para mí, sin haber tenido memoria de haber escuchado nunca a nadie en el
mundo mencionarlo, en el instante más inesperado por mí, el Espíritu Santo descendió
sobre mí en una manera en la que parecía correr a través de mí: de mi cuerpo y de mi
alma. Sentí como si una ola de electricidad corriera a través y dentro de mí. De hecho,
parecía que el Espíritu fluía en forma de olas - olas de amor líquido. No puedo
expresarlo mejor. Sin embargo no era como agua, sino más bien como el aliento de
Dios. Puedo recordar especialmente que parecía ventilarme con alas inmensas; y me
parecía que estas olas al pasar sobre mí, literalmente movían mi cabellera como lo
haría la brisa.
No hay palabras que puedan expresar el maravilloso amor que fue derramado en mi
corazón. Me parecía que estaba a punto de estallar. Lloré en voz alta de amor y de
gozo, no lo sé pero fue como si literalmente clamé con el clamor inefable de mi mismo
corazón. Estas olas venían sobre mí, una tras otra, hasta que recuerdo haber
exclamado: "Moriré si estas olas siguen viniendo sobre mí". Le dije al Señor: "Señor, ya
no puedo soportarlo más". Sin embargo no tenía miedo de morir.
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