El Salmo 119 - Bet

Bet significa "casa o templo". Es la segunda letra del alfabeto hebreo y es bastante significativo que los siguientes 8 versos se desprendan de esta segunda letra. Leamos qué dice el salmista a los jóvenes que anhelen ser una casa para Dios y morar con Él eternamente:

Salmo 119:9-16 
"¿Cómo puede el joven guardar puro su camino? Guardando tu palabra.
 Con todo mi corazón te he buscado; no dejes que me desvíe de tus mandamientos.
 En mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti.
 Bendito tú, oh SEÑOR; enséñame tus estatutos.
 He contado con mis labios de todas las ordenanzas de tu boca.
 Me he gozado en el camino de tus testimonios, más que en todas las riquezas.
 Meditaré en tus preceptos, y consideraré tus caminos.
 Me deleitaré en tus estatutos, y no olvidaré tu palabra".

Hubo un joven admirable que en verdad guardó su camino, con todo su corazón. Él ilustra perfectamente el gozo que se obtiene al sumergirse en la Ley de Dios,y cómo el Señor se deleita en usar a jóvenes que se enamoran perdidamente de su Salvador. Este joven valiente se llamó, Samuel Morris:
"Esteban Merritt era un hombre pudiente que vivía en un verdadero palacio en Hoboken Heights, un sector aristocrático en esos días. Era la una de la mañana cuando
llegaron a su residencia. Su fiel esposa lo había estado esperando. Cuando abrió la puerta preguntó:
—Pero... ¿qué traes allí, Esteban?
—Oh, Dolly, —respondió Merritt— esto es un ángel de ébano.
La señora Merritt todavía asombrada, preguntó entrecortadamente:
—¿Y qué harás con él?
—Lo pondré en la cama del obispo —respondió Merritt.
—¡Oh, no! ¡No hagas eso! —objetó ella.
Sin embargo, él lo hizo. Y subió a Sammy al dormitorio designado para las visitas que el obispo Guillermo  Taylor hacía a Nueva York. Allí Merritt enseñó a Sammy, quien nunca había dormido en una cama verdadera, cómo debía abrirla y meterse en ella; cómo encender la luz y cómo apagarla. Hasta sacó un camisón del obispo y se lo dio. El obispo era un hombre robusto y aquel amplio camisón hacía parecer a Sammy de lo más cómico, de modo que Merritt no pudo evitar reírse a carcajadas.
Sin embargo, su risa pronto fue cambiada en profunda emoción. Sammy se arremangó las largas mangas del camisón y, extendiendo la mano a su hospedador, le pidió que se arrodillara con él para orar. El alma de Samuel Morris estaba encendida.
La Luz que le había guiado tan lejos de su casa debía ser compartida con su hospedador aquella noche.
Este hombre que había estado predicando el Evangelio por tantos años, recibió una nueva visitación del Espíritu Santo. En esos pocos momentos de oración pronunciados por un negro inculto, el hombre a quien el obispo Taylor había escogido como su secretario, tuvo una revelación de la realidad y poder del Consolador como nunca antes había conocido.
A la mañana siguiente, al despertar, Sammy rápidamente hizo su cama, ordenó su cuarto y buscó el camino hasta llegar a las caballerizas. Allí inmediatamente comenzó a trabajar ayudando al mozo a cuidar los caballos. Esteban Merritt se levantó tarde. Fue al cuarto del obispo, pero su "ángel de ébano" no estaba allí. Cuando por fin lo encontró trabajando en la caballeriza, lo llevó a la casa y lo presentó a su familia. El desayuno estaba listo.
Era la primera vez que Esteban Merritt y los miembros de su familia se sentaban a comer con un negro. Cómo llegaron a esto era un misterio para ellos. Esta experiencia también era nueva para Sammy, quien nunca había comido en una mesa con gente blanca. Era su primera comida en América. Hubo que enseñarle cómo comer aquellos alimentos extraños para él. Bajo la amable dirección del señor Merritt hizo los honores debidos a la buena comida. Tenía hambre, pues no había comido desde el jueves por la noche hasta ese sábado por la mañana.

Un entierro se transforma en un avivamiento

Esteban Merritt era un hombre muy ocupado. Su trabajo pastoral le llevaba todo su tiempo. Ese día tenía que dirigir el entierro de un hombre distinguido del barrio de Harlem. Llevó a Sammy consigo en el carruaje.
Durante el trayecto se detuvo para recoger a dos eminentes teólogos quienes iban a asistirle en la ceremonia. Cuando el primero de estos doctores en teología miró hacia el carruaje y vio a un muchacho negro allí sentado, retrocedió unos pasos. Esperó unos momentos, suponiendo que este joven andrajoso se retiraría. Cuando por fin, alentados por el señor Merritt entraron, era evidente su desazón por verse obligados a viajar con ese tosco africano. Nada dijeron pero su mirar de soslayo hablaba claramente de su disgusto.
Fue un momento de apuro para el reverendo Esteban Merritt quien, a fin de desviar la situación, trató de entretener a Sammy señalándole todos los lugares interesantes por los cuales estaban pasando: el Parque Central, la Gran Casa de la Ópera y otros lugares destacados. Pero Sammy estaba interesado en algo aún más importante que las maravillas de esta gran ciudad. Poniendo su negra mano sobre la rodilla de Merritt, le dijo:
—¿Alguna vez oró mientras viajaba en carruaje?
Merritt respondió que con frecuencia había tenido momentos muy bendecidos mientras viajaba, pero que nunca se había dedicado allí a la oración profunda.
Sammy dijo:
—Vamos a orar.
Y eso fue lo que hicieron. Era la primera vez que Esteban Merritt se arrodillaba en un carruaje para orar.
Sammy comenzó:
—Padre, he viajado durante meses para ver a Esteban Merritt y para poder hablar con él acerca del Espíritu Santo. Ahora que estoy aquí me muestra el puerto, las iglesias, los bancos y otros edificios, pero no me dice ni una sola palabra acerca de este Espíritu del cual estoy tan ansioso de saber más. Llénalo de ti mismo de tal manera que él no piense, hable, escriba o predique de ninguna otra cosa que no sea de ti y de tu Santo Espíritu.
Lo que sucedió en el carruaje no fue una manifestación común del favor divino.
Esteban Merritt había tomado parte en la consagración de muchos misioneros, en la ordenación de muchos pastores y obispos, y en la imposición de manos con hombres santos. Pero nunca había experimentado la ardiente presencia del Espíritu Santo como en ese momento, arrodillado junto a un andrajoso miembro de una raza despreciada.
Toda la vida de Merritt sufrió en ese momento un cambio sorprendente. Cuando comenzaron su viaje estos reverendos caballeros se sintieron un poco avergonzados por verse junto a un negro harapiento. Después del culto de oración de Sammy, se sintieron avergonzados de sí mismos, de su mezquindad espiritual. Luego de esto, consideraron que la apariencia exterior de Sammy debería estar más en
armonía con su gracia interior. De modo que, a sugerencia de Merritt pararon frente a una tienda para comprar un traje nuevo para su invitado.
Esteban Merritt dijo al dueño de la tienda que "nada era demasiado caro" para vestir a aquel muchacho. Luego se alejó para enviar un mensaje, mientras el dueño, ayudado
por los dos ministros metodistas, comenzaba a sacar la mejor ropa del comercio.
Cuando volvió, se encontró con un Sammy tratando de reconocerse en el espejo que reflejaba al África más oscura trajeada a la moda de la Quinta Avenida. Merritt pagó con todo gusto la considerable cuenta. La vieja y estrafalaria ropa descartada por Samuel pareció preciosa a sus ojos y la guardó en su oficina, exhibiéndola allí durante muchos años.
Una vez que terminaron en la tienda se dirigieron directamente al sepelio. Mucha gente había llegado a honrar por última vez al extinto. Esteban Merritt anticipando una
reunión numerosa había preparado su sermón con sumo cuidado. Pero la oración hecha en el carruaje le había dado una nueva unción y su mensaje tocó hondamente el corazón de la concurrencia.
Los mismos cielos parecían abrirse cuando, dejando de lado su pulida alocución, comenzó a hablar lleno de tierna simpatía inspirado por el Espíritu Santo. Los otros dos ministros sintieron la misma inspiración divina. En sus exposiciones, más breves, hablaron con un poder tal (así lo señalaron luego) que ellos mismos se sorprendieron.
La gente escuchaba embelesada. Ni siquiera soñaron que Dios estaba usando estos predicadores tan dotados como canales para difundir entre los asistentes la fe y el gozo de un pobre muchacho negro, cambiando así un evento de tristeza por uno de gozo.
A pesar de que había sido la fe de Samuel la que trajo la unción de lo alto, él nada dijo durante el culto. Sin embargo, sentado simplemente allí tan lleno del
Espíritu, pudo contemplar en visión todo el camino hasta el mismo umbral del cielo y sentir el toque de alas angélicas.
Sintió la belleza de esta ceremonia cristiana solemne a diferencia de las antiguas escenas de brutalidad salvaje. Había visto a su propio pueblo ser matado como ganado, y dejado allí sin sepultar. Recordó los ritos depravados de los adoradores del leopardo. Había visto a otros peones y esclavos torturados y asesinados sin siquiera una palabra de consuelo a los parientes cuando enterraban a sus muertos. 
Había visto a marineros morir con violencia, y ser echados por la borda como si fueran piedras.
¡Cuán diferente era este funeral cristiano! En su alma, exclamó que en este país cristiano aun la muerte era el cielo.
Sucedió entonces una de esas manifestaciones poco comunes que con tanta frecuencia probaban que Samuel Morris tenía un poder conferido por el Espíritu de Dios. Mientras el culto continuaba, y sin que se hubiera hecho invitación alguna, uno tras otro pasaban al frente y se arrodillaban al lado del ataúd. No se acercaron como afligidos por el muerto sino como penitentes, atraídos por la Luz divina que irradiaba del alma de aquel muchacho negro".

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