La vida fragante
¿Cómo se explica tal vida?
Por Santiago A. Stewart
“Por tanto, todos nosotros, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.” (2 Corintios 3:18)
“Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros, como vuestros siervos por amor de Jesús. Porque Dios mando que de las tinieblas resplandeciese la luz; es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Pero, tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros.” (2 Corintios 4:5-7)
Durante el mismo tiempo en que fui salvado, una joven llamada Elena Ewan también se convirtió. Lo mismo sucedió durante la manifestación de Dios en la ciudad de Glasgow, Escocia. En ese entonces ella era solamente una muchacha delgadita. Pero, en cuanto a su espíritu, se entregó al Señor por completo desde su inicio en la vida nueva; por lo tanto, fue llenado del Espíritu Santo. ¡Elena había aceptado la invitación del Señor de “beber en abundancia”! (Cantar de Cantares 5:1) Y, como resultado, torrentes de agua viva empezaron a manar de su propia vida. “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él: pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.” (Juan 7:37-39)
Elena nació cerca del año 1910, en una familia ordinaria de trabajadores. Ella era la hija única de la familia. Ambos padres amaban a Cristo sumamente, y el bendito Hijo de Dios era el centro de su hogar. Ellos vivían con un solo objetivo: agradar a Dios en cada detalle de sus vidas. Cuando yo visitaba la casa de ellos, en cada ocasión siempre había tres Biblias bien marcadas a la vista.
Luego de convertirse, a la edad de catorce años, toda la personalidad de Elena irradiaba la gloria del Señor. Dios, en su gracia suprema, había iluminado su alma entenebrecida, para que esa común vasija de barro pudiese magnificar la majestad del poder del evangelio.
Atónitos
Tal manifestación de la gloria de Dios en ella nos dejó a todos atónitos. Su vida era una vida común, pero iluminada con la Gloria divina. Lo mismo llevó mi mente a preguntarme: “¿Cómo puede entrar tanta gloria en una vasija de barro tan frágil?”
Pues estaba llena del Espíritu Santo, estaba llena de Cristo. Estudiando la Palabra de Dios bajo la guía iluminadora del Espíritu Santo, se le reveló los tesoros escondidos del mismo Señor Jesucristo, (Juan 16:13-15) causándole a ella rebosar de gozo.
A menudo detuvo a otros cristianos en la calle, y, con rostro radiante, les compartió en cuál porción estimulante de la Escritura había encontrado nuevamente un vistazo de su bendito Salvador. Y, esos amigos, muchas veces, se fueron de su presencia llorando, y diciendo: —Hemos visto a Jesús, hemos visto Su rostro radiante. —Como resultado, el temor de Dios permaneció en sus almas durante el resto del día.
Igual que el muy conocido predicador Carlos Spurgeon, ella estaba en lo mejor cuando estaba compartiendo acerca del Señor. En tales ocasiones, se mostraba como una figura apartada, tan alejada de los demás de nosotros, en cuanto a la espiritualidad, pues conocía al Señor en tan íntima y profunda manera. Muchos dieron testimonio que solamente su sonrisa o su alegre “¡Buenas días, Dios te bendiga!” fue un estimulo para ellos el resto del día.
Su vida de oración
Elena fue un ejemplo para todos nosotros. Se levantaba diariamente a las cinco de la mañana, para tener comunión con su Señor. En esas horas tempranas, no prendía el fuego en su frío cuartito, ni buscaba en ninguna manera la comodidad, pensando que pudiera estar más alerta en el frío. Además, por quiénes oraba en aquellas tierras lejanas no tenían tales comodidades.
Empezó sus comuniones con alabanza y adoración. Luego, leyó alguna porción de la Palabra de Dios, para calentar su corazón. En tales momentos, recordaba las palabras de otro escocés, A. Murray McCheyne: “Es la mirada la que salva, pero es la contemplación la que santifica”. Así, contempló con extasía el rostro de su Señor. No puedo publicar las expresiones de adoración que escribió en su diario luego de experimentar tal íntima comunión con su Señor: son demasiadas sagradas.
Luego de gozarse del compañerismo y comunión de Dios, empezó su ministerio de intercesión por sus amigos, iglesia, familiares y cientos de misioneros en las tierras lejanas. Luego, oró por los perdidos. Tenía una listas de los mismos, la cual consistió de personas inconversas, a quiénes ella hubo testificado, y, por quiénes oraba a diario hasta que nacieran de nuevo.
Su deseo por la salvación de los perdidos es digno de admiración. La razón por la cual Dios le dio tantas almas, entre ellos ricos y pobres, jóvenes y ancianos, indoctos e inteligentes, era que agonizaba por ellos dentro del velo, con oraciones intercesoras. (Isaías 66:8) No había nada incierto ni general en sus súplicas.
Después de su muerte, su mamá amablemente me permitió leer sus diarios personales, y allí vi que sus peticiones al trono eran intensas y definidas. Anotó la fecha cuando hubo empezado a orar por una cierta persona, y la fecha cuando se recibió la contestación de la misma. Esos diarios revelan una vida de oración que movía a Dios y a los hombres. A razón de esto, se entiende el porqué muchos lloraron en todas partes de Escocia, al escuchar que ella había partido a la gloria eterna, teniendo apenas 22 años. De igual modo, muchos misioneros en tierras lejanas sintieron que habían perdido su más potente guerrero de oración.
Elena entregaba no solamente la hora de las mañanas, sino que durante todo el día buscaba la dirección de su Señor en todos los asuntos, fueran pequeños o grandes. No era raro, luego de que ella comprara una tela, observarla pararse al frente de la tienda para orar, antes de comprar otras cosas. Tenía que agradar al Señor en todas las cosas, y no seguiría las tradiciones de mundanas. Sin duda, esto explica el porqué sus amigos decían: —Elena siempre vestía decentemente.
De igual modo, cuando Elena buscaba almas perdidas, parecía subir más arriba que todos los demás, aun entre las decenas de miles de creyentes que habitaban en nuestra gran ciudad en ese tiempo. En muchas ocasiones, mientras yo caminaba por las calles de Glasgow con mis tratados y tablas de textos bíblicos, vi a Elena ocupada en su propia manera de ganar almas. En las noches frías del invierno escocés, la he visto con sus brazos alrededor de alguna prostituta, compartiéndole de Jesús y de Su amor. En otras ocasiones la vi interrogando a hombres borrachos, buscando la manera de acercarlos a su Salvador.
Las campañas evangelísticas
En una reunión, yo veía una mujer sola sentada en la banca de atrás: Sus ojos acusaban cansancio y rostro se veía triste. Bajo la dirección del Espíritu Santo, Elena se levantó y se sentó a su lado, quedándose allí durante todo el servicio, orando. Cuando esa mujer se puso de pie para irse, Elena se fue con ella, hablándole del mensaje predicado, y animándole a desahogarse. En esta manera, varias personas, cargadas con los afanes de este mundo y agobiadas con el peso de pecado y desesperación, pudieron conocer al Señor. Porque Elena les guió al Cordero de Dios. Sin importar dónde estuviera; bajo la luz de la calle, mientras esperaba a la parada del tranvía, u otro lugar común.
Cuando, en sus últimos años, entró en la Universidad de Glasgow para estudiar, caminaba varios kilómetros desde su casa a la Universidad, para así poder repartir tratados por el camino. A la vez, podía ahorrar el pasaje del tranvía, así daba lo ahorrado a la causa misionera. Su ejemplo ayudó a muchos de los estudiantes en la universidad a acercarse a Cristo. Esto causó a Elena mucho gozo.
Roberto Murray McCheyne selló sus cartas con un dibujo del sol poniéndose tras las montañas, con las palabras: “La noche viene.” Esta misma clase de urgencia empujaba a Elena. Como McCheyne y Samuel Rutherford, Elena llevaba la fragancia de Cristo dondequiera que iba, e igualmente que Guillermo C. Burns, manifestaba el poder del Espíritu en una medida que pocos han alcanzado.
Su cuerpo era un templo ambulante del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19-20), tal que dondequiera que iba, exhibía el poder de Dios. Al entrar en un servicio, inmediatamente el ambiente del mismo fue tocado por Su poder. Vi a Elena entrar silenciosamente a un culto de oración, que ya había empezado, y a pesar de que se sentó en la banca de atrás, todos sabíamos que ella había llegado. Sentimos fuertemente la presencia de Dios en medio de nosotros al entrar ella.
Frecuentemente los evangelistas solicitaban la ayuda de ella en sus campañas. No era porque cantara o hablara bien en público. No recuerdo ni siquiera una vez que ella testificara o cantara sola en una campaña. Ella solamente se quedaba sentada, orando en voz baja. Sin embargo, esos evangelistas sabían que si tenían a Elena en sus servicios, seguramente vendría una gran bendición en los mismos.
Algunos evangelistas reconocidos me han dicho que ella fue la persona más deseable que habían conocido, para colaborar en sus campañas. Un evangelista inglés, anciano y maduro en la fe, dio testimonio que probablemente su campaña más exitosa fuera la que Elena pudo asistir a todas las reuniones, durante las dos semanas de vacaciones de ella.
En cierta ocasión, estaba hablando con dos profesores creyentes de la Universidad de Londres. Charlábamos acerca del cristianismo dinámico, cuando de repente uno de ellos me dijo: —Hermano Stewart; quiero decirle algo. —Luego me contó acerca de una joven de la Universidad de Glasgow, a la cual conocía mientras enseñaba en la misma.
—Dondequiera que iba, —dijo él—, la fragancia de Cristo la seguía.
Por ejemplo me contó de la vez en que un grupo de jóvenes inconversos estaban riéndose y contando chistes sucios. De repente alguien dijo: —¡Silencio! ¡Ya viene ella!. —Aquella joven estaba pasando nada más, sin darse cuenta que dejaba la fragancia del poder y temor de Dios dondequiera que iba.
El profesor siguió contando que en las reuniones de oración en la universidad, siempre se notó si aquella joven estaba presente o no; sin importar si ella orara en voz alta o no. Tampoco importaba si la misma entraba al cuarto sin ser oída o vista; siempre podían sentir la presencia de Dios si ella se había presentado.
—Señor, —le dije—, esa solamente puede ser una persona: ¡Elena Ewan!
—¡Sí!, —replicó—, así era su nombre. Era una notable ganadora de almas.
Asimismo, Elena tenía una profunda hambre de la Palabra de Dios, junto con una penetración espiritual de la verdad divina, igualmente aguda. No hojeó su Biblia para buscar las porciones más “sabrosas”, las cuales agradarían su capricho del momento. Más bien, la estudió por completo, desde Génesis hasta Apocalipsis. Por lo tanto, se hizo una hija de Dios profundamente comprensiva, aun a la edad de 16 o 18 años. Sus pies estaban firmemente plantados sobre la roca sólida de las Sagradas Escrituras. Aunque era una diligente estudiante, buscando ganar buenas notas para la gloria del Señor, siguió invirtiendo tiempo en estudios bíblicos y en la meditación.
Esto la hizo una cristiana bien equilibrada. Aunque no había ni tiempo ni lugar en su vida para el chisme o la plática necia, burbujeaba con una sana jovialidad y gozo por la vida, y a la vez, a razón de que Cristo llenaba su visión, buscaba magnificarle por una vida santa y un servicio sacrificante.
En la universidad, Elena estaba preparándose para trabajar como misionera entre los rusos de Europa Oriental, el mismo lugar donde yo trabajé posteriormente. Así, estudiaba el idioma ruso, en preparación para su futuro ministerio.
Pero Dios, en Su sabiduría y amor, la llamó a su hogar celestial, a la edad de 22 años. Pasó sus vacaciones con una tía en el Reino de Fife, y, mientras estaba allí, continuamente se ocupaba en el servicio de su Señor. Repentinamente se enfermó, e igualmente, de repente falleció. Este suceso fue tan inesperado que nos conmovió a todos profundamente.
Durante ese periodo yo estaba trabajando en una campaña evangelística en una ciudad del norte de Inglaterra. La noticia del fallecimiento de Elena me abatió. No podía comer ni dormir. Tan grande era mi pesar, que la gente de allí se admiraba, sabiendo ellos que esa joven no era más que una amiga espiritual, no mi novia.
—¿Cómo puede ser —me preguntaron—, que un joven esté tan afligido sobre la pérdida de alguien, especialmente cuando fue una amiga, nada más?
No estaba solo en mi pesar. Miles de personas lloraron en todos las partes de Escocia e Inglaterra.
Muchos buscaron una manera de expresar, por lo menos en parte, la bendición que esa vida fragante les había traído. Por ejemplo, durante un servicio memorial, un líder cristiano se puso en pie y le dijo a la asamblea de cómo la espiritualidad de Elena le había afectado a él profundamente. —Era tan joven que yo pudiera haber sido su padre —dijo—. Conocí al Señor muchos más años antes que ella, sin embargo, espiritualmente, ella parecía estar más adelantada que yo.
En las estaciones misioneras lejanas, los misioneros británicos se afligieron por la noticia. ¡Ay! ¿Quién los sostendría tan fielmente, acercándose por ellos al Trono de la gracia ahora? ¿Quién se pondría en la brecha, para así tomar el lugar de Elena?
Muchos años después de la muerte de Elena, yo estaba otra vez en Glasgow. Y, estando con un grupo de amigos cristianos que compartían algo de lo que la dedicada y radiante vida de ella había significado, sucedió una de mis experiencias más conmovedoras. La mera mención de su nombre trajo encanto; una fuerza irresistible que impulsaba a uno de ellos a arrodillarse, clamando: —¡Oh! ¡Dios mío! ¡Levanta a otros tal como Elena Ewan! ¡Oh, Dios mío, hazme un mejor hombre para Tu gloria!
Posteriormente, cuando tuve unos días libres de mis campañas evangelísticas, visité el cementerio donde reposa el cuerpo de Elena, con el propósito de dar gracias a Dios una vez más por su ejemplo y vida. Allí me arrodillé ante Dios, y me ofrecí nuevamente sobre Su altar, pidiendo que el fuego de Dios cayese sobre mí.
Al principio, uno de los sepultureros a quién hablé no podía recordar haber enterrado a alguien tal como yo la describía.
—Debe darse cuenta que enterramos grandes números de personas aquí; éste es un cementerio público —explicó.
Pero, al seguir hablando, ese trabajador robusto se conmovió extremadamente. —Sí, ahora recuerdo —dijo—. Cuando enterrábamos el cuerpo, sentí la presencia de Dios sobre este lugar.
En otra ocasión yo estaba reunido con un grupo de jóvenes, gozándonos en el Señor, cuando de repente mi esposa preguntó: —¿Es esa la foto de Elena Ewan en la repisa de la chimenea?
Toda la risa cesó. Al darse cuenta del profundo silencio que nos sobrevino a todos en el cuarto casi inmediatamente, me preguntó: —Santiago, ¿dije algo indebido?
Uno por uno, sin decir siquiera una palabra a los otros, ¡nos arrodillamos y empezamos a orar!
Fíjate en eso. Años después de su muerte, y ¡su mero nombre aún tenía tanto poder que nos hicimos pensar en lo eterno! Oh, amigos, creo que la vida espiritual de cada hijo de Dios puede ser igual que la de Elena.
¿Cómo se explica tal vida?
¿Cómo podía una hermana, siendo todavía joven, y sin haber predicado un mensaje ni cantado un solo himno, ni tampoco hubo viajado más que trescientos kilómetros de su hogar; cómo pudo haber afectado a tantas personas en todas partes del mundo? Tan afectados fueron ellos, que pensaba que su muerte era igual a la de un gran general del ejército.
La Palabra dice en Josué 23:10 que “Uno de vosotros persigue a mil”. Lo mismo se hizo patente en la vida de Elena. Su vida valió más de un mil de cristianos ordinarios, en cuanto a sus hazañas. Y, la historia de su vida, traducida a muchos diferentes idiomas, sigue bendiciendo a muchos. “¿Cómo,” pregunto, “se explica esto?” Existe solamente una explicación: ¡estaba llena del Espíritu Santo!
Elena, quien era una joven ordinaria al principio, se convirtió a una extraordinaria, simplemente por la razón de que se había entregado a Cristo, y se había apropiado para sí misma todo lo que Él le ofrecía. Elena, con “cara descubierta” (2 Co. 3:18), invertía el tiempo necesario para poder recibir, y de igual modo, reflejar, la gloria del Señor, mientras pasaba de una gloria a otra. Todo cristiano refleja la gloria del Señor en una medida. Pero si vamos a reflejarla perfectamente, hay tres cosas indispensables que necesitaremos:
1. El espejo tiene que estar limpio. Un espejo sucio no refleja claramente una imagen.
2. El espejo tiene que mantenerse limpio. En la era bíblica, los espejos fueron de metal pulido, y, tenían que pulirse de continuo para poder reflejar bien. Asimismo, el espejo de tu vida necesita mantenerse limpio y pulido, si va a reflejar conforme y perfectamente la gloria del Señor.
3. El espejo tiene que estar puesto en su lugar: frente del objeto que va a reflejar. Necesitamos fijar ambos ojos en Cristo —toda la vida ejerciéndose en Él— si deseamos reflejar Su gloria.
Mi deseo para ti, querido lector, es que puedas rendirte a lo sumo a tu Señor: que puedas, igual que Elena Ewan, reflejar la gloria del Señor.
Fuente: http://www.elcristianismoprimitivo.com/elenaewan.htm
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