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Arrojando al Cananeo y Sus Carros Herrados

UN SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 12 DE JULIO, 1888,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

Cuando los hijos de Israel llegaron a Canaán y entraron en la tierra que fluía leche y miel bajo la protección especial de Dios, no gozaron de un reposo inmediato, pues los cananeos estaban allí: en posesión de la tierra, habitando en ciudades fortificadas que parecían amuralladas hasta el cielo; y ellos tenían que arrojar a estos cananeos antes de poder poseer el país. De hecho, por esta razón fueron enviados allí.

Los cananeos habían sido proscritos por Dios. Eran culpables de tan horribles ofensas, que Él había decretado la destrucción de su raza. Era necesario para la pureza del mundo, que algunas razas de la antigüedad, que se habían vuelto horriblemente depravadas, fueran suprimidas de la superficie del globo; y los israelitas fueron llevados a esa tierra, como verdugos del Señor, para aplastar y exterminar a los cananeos.

Algunas personas se han atrevido a señalar esto como una masacre repugnante; pero habiendo sido ordenada por el grandioso Juez, que tiene poder sobre la vida y la muerte, debemos considerarlo solemnemente como una terrible ejecución decretada por estricta necesidad. Podemos estar sumamente seguros que Quien comisionó a sus oficiales para que consumaran el exterminio, tenía la razón más apremiante para que emplearan sus espadas. 

Dios sabía más que nadie, qué era lo necesario para la moralidad del mundo, y llegó a la conclusión que la iniquidad de los amorreos había rebasado sus límites, y ya no debían ser soportados por más tiempo. Los israelitas no podían entrar a su herencia sin primero arrojar a las razas aborígenes, pues se habían convertido en adversarias de Dios y del hombre.

Verán entonces, queridos amigos, que Canaán es difícilmente un tipo perfecto del cielo. Puede usarse como tipo en cierto sentido modificado; pero es un emblema muy claro de ese estado y condición del alma en los que se encuentra el hombre cuando se ha convertido en un creyente y por fe ha entrado al reposo, mas no a una liberación absolutamente perfecta del pecado. Ha venido a tomar posesión de la herencia del pacto, pero descubre que el cananeo del pecado y del mal, todavía se encuentra en la tierra, tanto en la forma del pecado original en su interior, como en forma de tentación proveniente del exterior. Antes de poder gozar plenamente de sus privilegios, debe arrojar sus pecados.

Es absolutamente necesario, para que pueda experimentar de lleno las bendiciones del pacto de la gracia, que deba contender con las iniquidades y los males que están dentro de él, y en su derredor. Debe arrojar a las diversas tribus de enemigos que, por largo tiempo, han morado en la tierra de su naturaleza.

Sin duda, muchos jóvenes cristianos piensan que cuando han sido convertidos, la contienda armada llega a su término. No, la batalla apenas ha comenzado. No han obtenido la victoria: apenas se encuentran en el punto de partida. Han entrado en la tierra en la que tendrán que pelear, y luchar, y llorar, y orar, hasta obtener el triunfo. Esa victoria será suya, pero tendrán que experimentar agonías para alcanzarla.

Quien los ha traído a esta condición no les fallará ni los abandonará; pero, al mismo tiempo, sólo serán capaces de ganar su herencia mediante recios combates y decididas pugnas. No se engañen con la idea que podrán sentarse con tranquilidad, pues al verdadero heredero del cielo le sucede precisamente lo contrario.

Me estoy dirigiendo a muchas personas que entienden el significado del combate espiritual, y escasamente necesito recordarles que son llamados a ser soldados en armas, y no ejércitos en posición de descanso. Hablo también a otras personas que todavía no entienden mucho acerca de la guerra; pero la vivirán muy pronto, pues la espada de los creyentes jamás descansa envainada por largo tiempo.

El pecado es un enemigo poderoso, y si tú eres un hijo de Dios, tendrás que pelear contra él. Si tú eres un heredero de la verdadera tierra de Canaán, has nacido primero a una herencia de guerra, y luego a la vasta herencia de paz inquebrantable y eterna—

“La tierra del triunfo está en lo alto, No hay campos de batalla allá;

Señor, quisiera conquistar hasta que muera, Y terminar toda esa guerra gloriosa.”

Nuestro texto es una arenga a las tribus de Manasés y de Efraín. Josué les dijo: “Tú eres gran pueblo, y tienes grande poder; no tendrás una sola parte.” Pero les dijo que aunque les daba dos porciones, tendrían que arrojar a quienes entonces poseían la tierra: “tú arrojarás al cananeo, aunque tenga carros herrados, y aunque sea fuerte.” ¡Que el Santo Espíritu nos aliente para los combates de nuestra vida, por medio de las meditaciones de esta hora!

I. Nuestra primera reflexión será: DEBEMOS ARROJARLOS. Es un mandamiento de Dios: “Arrojarás al cananeo”. Cada pecado tiene que ser eliminado sin piedad. Ni un solo pecado debe ser tolerado. ¡Debemos cortarles las cabezas! ¡Hundan la espada en sus corazones! Todos deben morir. No puede ser perdonado ni uno solo de ellos. Toda esa raza tiene que ser exterminada, y enterrada a tal profundidad que no se pueda encontrar ni un solo hueso. Aquí tenemos una tarea digna de todo el valor de la fe y el poder del amor.

Todos deben ser arrojados, pues, cada pecado es nuestro enemigo. Espero que no tengamos enemigos en este mundo entre nuestros prójimos. Se requieren dos personas para tener una riña; y si no queremos reñir, no habrá contienda. No debemos ofender ni ser ofendidos; sino que, de ser posible, en la medida que nos corresponda, debemos vivir pacíficamente con todos los hombres. Confío que hayamos perdonado a todos los que nos han perjudicado alguna vez, y que anhelemos ser perdonados por todos aquellos a quienes hemos dañado.

Pero cada pecado, cada maldad, del tipo que sea, son nuestros verdaderos enemigos, contra los que debemos luchar hasta el último extremo. No pueden decirle a algún pecado: “tienes permiso de morar en mi corazón y ser mi amigo.” No puede ser tu amigo: el mal es nuestro enemigo natural e inevitable, y debemos tratarlo como tal. La simiente de la mujer no encontrará nunca a un amigo en la simiente de la serpiente, como tampoco Eva encontró un amigo en la serpiente que la engañó.

Cualquier pretensión de amistad con la iniquidad es perjudicial. Si eres amigo del pecado, no eres amigo de Dios. Todos los tipos de pecados son nuestros enemigos, y debemos odiarlos con toda el alma. Si puedes decir de cualquier pecado: “yo no lo odio,” entonces debes cuestionarte muy seriamente si has nacido de nuevo jamás. Una de las señales de un hijo de Dios es que, aunque peca, no ama al pecado.

Puede caer en pecado, pero él es como una oveja que, si tropieza en el lodo, rápidamente se levanta, pues odia el fango. La puerca se revuelca donde la oveja está angustiada. Ahora, nosotros no somos el cerdo que ama el lodazal, aunque somos como ovejas que a veces resbalan por sus patas. ¡Pluguiera a Dios que nunca resbaláramos! ¡Qué miseria tan grande es el pecado para nosotros! La impiedad es el peor de los males para el hombre piadoso. Que el Señor nos mande todas las aflicciones que quiera: pero si Él impide que caigamos en pecado, la mayor de nuestras penas se habrá alejado.

Cada pecado nos odia, y nosotros odiamos a cada pecado. No hay pecado, queridos amigos, que pueda beneficiarles de alguna manera; sino que los dañará seriamente y los estorbará. El pecado es ese viento pernicioso que no sopla ningún bien para nadie. No hay ninguna belleza en el pecado. No hay ningún consuelo en el pecado. No hay ninguna fuerza en el pecado. No hay absolutamente nada bueno en el pecado.

Desde su coronilla hasta la planta del pie, está lleno de magulladuras y de llagas putrefactas. No hay nada que podamos decir a favor suyo; y estoy seguro que ningún heredero del cielo apoyaría su causa o argumentaría en pro de él. Tú odias el pecado y el pecado te odia a ti. Te hará todo el daño que pueda; nunca estará satisfecho con el perjuicio que ha obrado en ti. Tratará de conducirte más adentro y más adentro del peligro, y terminará por arrastrarte al infierno. El pecado quiere destruirte por completo, si pudiera, y ciertamente podría y lo haría, si la gracia de Dios no lo previniera.

Proclama, entonces, una guerra sin cuartel contra todo pecado. Proclama: “¡guerra a muerte contra el pecado!” Los cananeos combaten contra ti; cuídate tú también de luchar en su contra. ¡Levanta el estandarte teñido con sangre! Saca tu espada y no la envaines de nuevo. Mientras el pecado permanezca en nuestros corazones, o en nuestras vidas, o en el mundo, debe ser combatido hasta su muerte.

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Fuente Sermón: http://www.iglesiareformada.com/Sermones.html

Fuente imagen: https://www.freebibleimages.org/illustrations/

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