Extracto del libro: Gracia Abundante para el Mayor de los Pecadores
Pág. 9-11 | Autor: John Bunyan
Fue para este tiempo que empecé a decir a aquella gente humilde de Bedford cuál era mi situación. Cuando lo supieron hablaron a Mr. Gifford acerca de mí y el vino y hablé con él y me pareció que él tenía esperanza para mí, aunque yo veía poco motivo realmente para que la hubiera. Me invitó a su casa, donde pude oírle hablar, con otros, acerca de la manera en que Dios había obrado en sus almas.
Pero de todo esto todavía no recibí ninguna certidumbre, y a partir de aquel tiempo empecé a ver más claramente la terrible condición de mi corazón malvado. Ahora empecé a reconocer pecados y malos pensamientos dentro de mí que no había reconocido antes. Entretanto, mi deseo del cielo y de la vida eterna empezó a diluirse, y hallé que, aunque mi alma estaba anhelante de Dios, empezaba a sentir deseos por cosas frívolas y banales.
Ahora, pensé, aún me vuelvo peor; ahora estoy más lejos de la conversión que nunca antes. Así que me sentí terriblemente desanimado. No creí que Cristo me amara. No podía verle, sentirle, ni gozar de ninguna de sus cosas. Iba siendo arrastrado por la tempestad y mi corazón quería ser inmundo.
Algunas veces explicaba mi condición a la de Dios y ellos sentían piedad por mí y me hablaban de sus promesas; pero era como si me hubieran dicho que alcanzara el sol con la mano el que me dijeran que confiara en estas promesas, porque todo mi sentimiento y sentido era en contra de ellos. Vi que tenía un corazón que insistía en el pecado; y que por tanto, tenía que ser condenado.
He pensado muchas veces, después, que era algo así como el muchacho a quien su padre trajo a Cristo, y que cuando estaban camino hacia El, el diablo lo derribó al suelo y se revolcaba echando espumarajos (Marcos 9:42).
En aquellos días con frecuencia me daba cuenta que mi corazón estaba tan cerrado contra el Señor y su Palabra que era como si yo tu viera mi propio hombro arrimado contra la puerta empujando desde dentro para que El no pudiera entrar, mientras estaba clamando con amargos suspiros: «¡Quebranta
las puertas de bronce y desmenuza los cerrojos de hierro!» (Salmo 107:16.) Y otras veces parecía que venía una palabra de paz del Señor: «Yo te ceñí, aun que tú no me conociste» (Isaías 45:5).
Pero, por otra parte, nunca he tenido más tierna la conciencia contra el pecado, y me escocía todo toque de mal. Apenas podía hablar por temor de decir algo equivocado. Me hallaba en una ciénaga que me engullía por poco que me moviera y me parecía que había sido abandonado allí por Dios y por Cristo y el Espíritu y todas las cosas buenas.
Pero noté esto, que aunque había sido un gran pecador antes de volverme a Dios, con todo, Dios nunca parecía haberme acusado por los pecados que había cometido cuando era ignorante. El me mostró, sin embargo, que estaba perdido si no tenía vida, a causa de los pecados que había hecho. Entendía perfectamente bien que necesitaba ser presentado sin mácula delante de Dios y que esto sólo lo podía hacer Jesucristo.
Pero había nacido en el pecado y la contaminación, ésta era mi gran desgracia y aflicción. Me sentía más despreciable a mis propios ojos que un sapo, y tenía la impresión que lo mismo podía decirse a los ojos de Dios. Podía ver que el pecado y la corrupción procedían de mi corazón de modo tan natural como el agua borbotea de un manantial. Y aunque todos los demás tenían un corazón mejor que el mío, y que ninguno, excepto el diablo mismo, Podía igualarse a mí en cuanto a la maldad interna y la contaminación de la mente. Y así caí otra vez en la más profunda desesperación debido a mi ruindad, porque llegué a la conclusión de que esta condición en que me encontraba no podía existir en mí si estuviera en estado de gracia. Sin duda he sido abandonado por Dios y entregado al diablo, pensé. Y así continué durante varios años.
Durante todo este período había dos cosas que me hacían pensar. La primera era contemplar ancianos persiguiendo las cosas de esta vida, como si tuvieran que vivir para siempre; la otra, ver a los cristianos aplastados por pérdidas externas, como el marido, la esposa o un hijo. Señor, pensaba, si han trabajado tanto y han tenido que derramar tantas lágrimas por las cosas de esta vida presente, ¿cómo voy a recibir compasión y van a orar por mi, para mi alma que muere, mi alma que está siendo condenada? Si mi alma estuviera en buenas condiciones y estuviera seguro de ellos, oh, cuán rico me consideraría y bienaventurado, con sólo pan y agua.
Contaría éstas como aflicciones insignificantes y las llevaría como cargas pequeñas, pero un espíritu quebrantado, ¿quién lo puede? Y aunque me hallaba tan turbado al comprender mi maldad, tenía miedo de perder este sentimiento de culpa; porque consideraba que a menos que la culpa sea quitada de la manera apropiada esto es, por medio de la sangre de Cristo, una persona se va volviendo peor, porque ya no se siente agobiado por su pecado. Y así, siempre que sentía desaparecer este sentimiento de pecado, me esforzaba otra vez para recobrarlo, pensando en el castigo del pecado en el infierno. Clamaba: «Señor, no permitas que desaparezca este sentimiento de culpa, excepto si ha de ser por medio de la sangre de Cristo y la aplicación de tu misericordia por medio de El a mi alma», porque el versículo de la Biblia «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22) se hallaba siempre delante de mí.
Lo que más me asustaba era que había visto algunas personas que, cuando estaban heridas en la conciencia, lloraban y oraban, pero que cuando se sentían aliviadas de su aflicción -no perdonadas de su pecado- no parecía que se preocuparan de la forma en que habían perdido sus sentimientos de culpa, con tal que no estuvieran en su mente y como que se habían librado de ellos de una manera falsa, se habían vuelto más duros y más ciegos y más malvados que antes. Me daba miedo y me hacían suplicar a Dios que no me ocurriera lo mismo ahora me apenaba el que Dios me hubiera hecho, porque temía que había sido echado, y contado entre los no convertidos, las más tristes de todas las criaturas.
No pensaba que me fuera posible nunca tener bastante bondad en el corazón, ni aun agradecer a Dios que me hubiera hecho un hombre, aunque sabía que un hombre es la más noble de todas las criaturas, pues el pecado la ha hecho la más baja. Hubiera estado contento siendo una de las bestias, aves y peces, porque no tenían una naturaleza pecaminosa y no estaba sometido a la ira de Dios, por lo que nunca irían al fuego del infierno después de la muerte.
Pero al fin llegó la hora de solaz y consolación. Que un sermón sobre un versículo del Cantar de los Cantares (4:1): « ¡Cuán hermosa eres, amiga mía! ¡Qué hermosa eres!» De este texto el predicador sacó las siguientes conclusiones:
(1) Que la Iglesia, y por tanto toda alma salvada, es el objeto del amor de Cristo. (2) El amor de Cristo no necesita causa externa. (3) El amor de Cristo ha sido aborrecido por el mundo. (4) El amor de Cristo continúa cuando aquellos a quienes ama están bajo tentación y aparente destrucción. (5) El amor de Cristo permanece hasta el fin.
Fue sólo cuando llegó al cuarto punto que yo obtuve algo del sermón. Dijo el predicador que el alma salvada sigue siendo el amor de Cristo, aun cuando esté tentada y desolada, y así la pobre alma tentada necesita sólo recordar estas palabras: «amor mío».
De vuelta a casa, seguí pensando en estas cosas y recuerdo muy bien que dije en mi corazón:
«¿Para qué sirve pensar sobre estas dos palabras? Pero apenas había pasado esta pregunta por mi mente que las dos palabras empezaron a arder en mi espíritu. «Tú eres mi amor», siguió diciéndome algo dentro de mí y debí haberlo repetido por lo menos veinte veces. A medida que estas palabras continuaban, se hicieron más fuertes y más cálidas y empezaron a hacerme mirar hacia arriba; pero yo estaba todavía entre la esperanza y el temor y repliqué en mi corazón: «Pero, ¿es verdad? ¿Es verdad?» Y entonces vinieron estas palabras a mi mente:
«No sabía que era verdad lo que hacía el ángel, sino que le parecía que veía
una visión» (Hechos 12:9).
Entonces empecé a recibir unas palabras que sonaban gozosamente en mi corazón: «Tú eres mi amor, y nada te separará de mi amor». Y ahora al fin mi corazón está lleno de consuelo y de esperanza, y ahora podía creer que mis pecados serían perdonados. Sí, yo había sido ahora recibido por el amor y la misericordia de Dios hasta el punto que me preguntaba cómo podría contenerla hasta que llegara a casa.
Sentí que podría haber hablado de este amor y esta misericordia hasta a los mismos cuervos que estaban posados o revoloteaban sobre la tierra recién arada a la vera del camino si ellos hubieran sido capaces de entenderme. Y así, dije a mi alma, con mucha alegría, estoy seguro de que nunca olvidaré esta experiencia, aunque viva cuarenta años más. Pero, ¡ay!, dentro de menos de cuarenta días ya empezaba a ponerlo todo en duda otra vez.
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