El Pan de Dios

Extracto del libro: Tenemos Hambre de Dios
Autor: David Wilkerson

En nuestros días, la Iglesia de Jesucristo ha experimentado la peor sequía espiritual de toda su historia. Multitudes de ovejas a punto de morir de hambre les están pidiendo a gritos a sus pastores que les den algún alimento vivificante, algo que las sustente en estos tiempos difíciles. Pero con demasiada frecuencia no se les da ni una migaja de alimento espiritual. Salen de la casa de Dios vacías, insatisfechas y débiles. Se han cansado ya de arrastrarse, una y otra vez, hacia una mesa vacía.

No era ese el propósito de Dios para su pueblo, y a El le duele ver que sea así. Dios ha provisto pan para el mundo entero. Y el pan que El ofrece es más que para sobrevivir; es alimento para una vida en su medida más completa, la “vida en abundancia” de la cual habló Jesús.

¿Quién es este Pan de Dios, del que tan ansiosamente tenemos hambre? Jesús nos dio la respuesta. Dijo: “El pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo” (Juan 6:33). En otras palabras, ¡Cristo mismo es la respuesta! Como el maná que Dios envió para sustentar la vida de los hijos de Israel en el desierto, Jesús es para nosotros el Pan de Dios, el don enviado para sustentar nuestra vida hoy y todos los días.

El Pan de Dios, cuando se come todos los días, produce una calidad de vida que Jesús mismo disfrutó. Cristo participaba en una vida que brotaba directamente de su Padre celestial; una vida, nos dice, que también debe animarnos a nosotros: “Como ... yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:57).

Ese pan es lo que le falta al cristianismo moderno, y es lo que éste necesita desesperadamente. Mi sincera oración es que este libro ayude a satisfacer el hambre espiritual que muchos están sintiendo en su vida.

Esta hambruna espiritual ha durado muchos años. Es que cuanto más una persona se aleje de Cristo, la fuente de toda vida, tanto más se adueña de ella la muerte. Del mismo modo, las iglesias y los ministerios mueren cuando pierden contacto con esa corriente vivificante. En efecto, muchas de esas iglesias y ministerios han decaído lentamente desde hace tiempo. Es por eso que muchos creyentes desilusionados claman a Dios, anhelando una iglesia que tenga alguna vida. Por eso mismo la mayoría de los jóvenes dicen que sus iglesias están “muertas”.

El profeta Amos habló de un día cuando “las doncellas hermosas y los jóvenes desmayarán de sed” (Amos 8:13). Así clamaba Amos:

He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová. ? irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán. Amos 8:11-12

Muchos cristianos se sienten ofendidos cuando se les dice que es Dios quien manda esa hambruna de la Palabra verdadera. Y es verdad que hoy día hay mucha más predicación y enseñanza vigorosa que se llama “revelación”. Las Biblias son más visibles que nunca. Hay multitudes que corren a oír a sus predicadores y maestros favoritos. Hasta hay quienes dicen que este período de la historia del cristianismo es un tiempo de avivamiento, una época gloriosa de luz del evangelio y de nueva verdad. Pero si lo que se le ofrece al pueblo de Dios no es el Pan de Dios que vino del cielo, entonces no es verdadero alimento espiritual. No producirá vida. Más bien, hará que muchos mueran de terrible hambre espiritual.

La verdad es que esa hambre que lleva a la muerte abunda en la casa de Dios hoy. La hambruna está haciendo que muchos creyentes se alejen de la iglesia para ir en busca de algo que satisfaga sus más íntimas necesidades. Ahora las iglesias están plagadas de adulterios, divorcios, rock “cristiano”, psicología antibíblica y evangelios de la Nueva Era.

 Muchos jóvenes cristianos se están entregando a las drogas y a la inmoralidad sexual en busca de realización. Eso sucede porque mucho de lo que hoy día se oye en los púlpitos es, en el mejor de los casos, comida agradable. Los sermones no son suculentos ni difíciles de tragar. ¡Hasta son “simpáticos”! Las anécdotas son bien narradas, las aplicaciones son fáciles y prácticas, y nada de lo que se dice ofende jamás a nadie. 

No resulta difícil llevar consigo el domingo a un cónyuge o amigo que no es cristiano, porque no se va a sentir incómodo. Nadie lo confrontará acerca del pecado. No habrá carbones ardientes del altar de Dios que le queme la conciencia, ni flechas llameantes de convicción procedentes del púlpito que lo mueva a ponerse de rodillas. No habrá ningún dedo profético que le señale el corazón y le diga con voz de trueno: “¡Tú eres ese hombre!” Y si en realidad el martillo cae sobre el pecado, rápidamente se amortigua su efecto.

Es asombroso pero cierto: el lugar más cómodo y tranquilizador de la conciencia para esconderse de los ojos llameantes de un Dios santo es dentro de una iglesia muerta. Sus predicadores funcionan más como funerarios que como apóstoles de la vida. En vez de guiar a los hambrientos creyentes hacia la vida abundante que Cristo ofrece, les dan blandas palabras de ánimo para tratar de calmarles el hambre: “Todo está bien. Ustedes han hecho todo lo que necesitan hacer. No se tomen la molestia de alimentarse del Pan de Dios siendo constantes en la oración, o desempolvando sus Biblias, o armonizando sus corazones con el de Dios.”

Algunos predicadores protestan diciendo que, lejos de estar muertas, sus iglesias están llenas de gloriosa alabanza y adoración a Dios. Sin embargo, no todas las iglesias exuberantes que mueven las emociones están necesariamente llenas de vida. El culto que brota de unos labios impuros es, en realidad, una abominación para Dios. La alabanza que sale de corazones llenos de adulterio, lujuria u orgullo es un hedor para El. Los estandartes cristianos enarbolados por manos manchadas de pecado no son más que presuntuosos desplantes de rebeldía.

Una vez escuché a un ministro “profetizar” que pronto vendrá el día en que los cultos de las iglesias serán de alabanza en un noventa por ciento. Pero si eso llega a ocurrir, e incluso si esa alabanza es de corazón, eso deja solamente un diez por ciento para lo demás, donde, supongo, estaría incluida la predicación de la Palabra de Dios. Pero ¿acaso no nos debilitaremos espiritualmente si aclamamos y alabamos, pero no comemos el Pan de Dios?

¿Significa esto que hemos llegado al punto como los hijos de Israel cuando se quejaron: “Pero ahora nuestro apetito se reseca, ya que no hay ... más que el maná” (Números 11:6)?

¿Será posible que nos hayamos aburrido de sentarnos ante la mesa del Señor? ¡Debemos comprender que la alabanza auténtica sólo brota de corazones agradecidos que rebosan con la vida pura de Jesucristo!

El apóstol Juan escuchó una voz que clamaba desde el salón del trono de Dios: “Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis, así pequeños como grandes” (Apocalipsis 19:5). Esos siervos se regocijaban en Dios y le daban gloria. Habían andado con tal fidelidad que los preparó para ser la esposa de Cristo (v. 7). Ellos comieron el Pan de Dios con fidelidad y reverencia, con santo temor ante su poder vivificante.

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