África
Un aullido rompió el silencio de la oscura noche africana: era el aullido de un leopardo al acecho. Produjo escalofríos en las figuras oscuras alrededor de la fogata, y se acercaron más a su luz.
Los nativos temían a los leopardos, pero había algo que temían mucho más: ¡a los “Hombres leopardo”! ¿Quién sabía cuándo uno podría aparecer saltando desde la oscuridad fuera del círculo de luz de la fogata para clavarle los dientes, que eran como garras de hierro, en el cuello de una víctima para llevársela arrastrando a una muerte terrible?
En épocas pasadas en el nordeste del Congo Belga se oían frecuentes historias de “Hombres leopardo” que eran miembros de una sociedad caníbal secreta llamada “Banyota.” Pero aún en la actualidad es un nombre temido, y ocasionalmente se escuchan reportes de actos malvados que se adjudican a los “Hombres leopardo.”
Nadie sabía quién podía ser un “Hombre leopardo”, ¡quizá lo era el hombre en la choza de al lado! Cuando se acercaban sigilosamente a su víctima lo hacían cubiertos de una piel de leopardo, y llevaban como arma un palo con afilados dientes de hierro, moldeados y espaciados de manera que dejaban sus marcas en el cuello igual que las de un leopardo de verdad.
Los miembros estaban obligados a mantenerse en secreto, y cumplían sus acciones malvadas, en parte, en un frenesí religioso pagano y, en parte, con un odio vengativo, y con frecuencia por su hambre por la carne humana, ¡porque siempre se comían a sus víctimas!
La luna brillaba con esplendor, pero no podía penetrar las oscuras sombras nocturnas de la selva. Los niños y las niñas se acurrucaban con sus mamás, ¡pero sus mamás también tenían miedo! Los ancianos indefensos miraban temerosos, por encima del hombro.
Cierto día un misionero estaba teniendo cultos evangélicos en la aldea de Mulele, y varios africanos pusieron su confianza en el Señor Jesús. Entre ellos había un anciano llamado Okalufu.
—¿Todos mis pecados están perdonados cuando confío en Cristo?—preguntó.
—¡La sangre de Jesucristo limpia de todo pecado!—contestó el misionero.
El rostro del hombre resplandecía de gozo por haber encontrado la salvación.
—He sido un terrible pecador—dijo,—porque, ¿sabe? ¡soy un “Hombre leopardo”!
¡El misionero no podía creer lo que estaba oyendo! Pero Okalufu le contó cómo, siendo un munyota, en su piel de leopardo había atacado y dado muerte a gente indefensa, ¡y luego había banqueteado comiéndoselas con sus compañeros en sus salvajes fiestas paganas!
—¿El Señor me perdonará?
El misionero se alegró porque podía contestar que aún para un pecador tan tremendo, había muerto Cristo; y en la seguridad de que sus pecados habían sido perdonados, Okalufu encontró paz en el Señor Jesucristo.
A la mañana siguiente, volvió Okalufu.
—Misionero, Dios ha sido bueno, me ha perdonado. ¡Pero anoche supe en mi corazón que tenía que ir al hombre del gobierno y decirle que soy un “Hombre leopardo,” un asesino y un caníbal!
—Dios te bendiga al hacer lo que tú sabes es lo correcto—contestó el misionero—. Estaremos orando por ti, Okalufu.
Entonces el anciano empaquetó unas pocas pertenencias, y comenzó su viaje de tres días por la selva hasta el puesto del gobierno. Al llegar, se presentó ante un asombrado oficial y declaró:
—¡Soy un caníbal, un munyota!
El sorprendido administrador no podía creer lo que oía, y exigió pruebas.
—¿Eres un “Hombre leopardo”? ¿Dónde está tu piel de leopardo y dónde está tu garra que usas como arma? Vé, búscalos, y tráemelos si esperas que te crea.
Así que de vuelta a casa por la larga senda en la selva anduvo durante tres días el anciano. Luego, de regreso al puesto para mostrárselos al atónito oficial.
—Pero, ¿por qué confiesas esto?—le preguntó a Okalufu—. ¿No sabes que la pena por el canibalismo es la muerte?
—Lo sé—admitió con tristeza el anciano—. Pero me ha sucedido algo. Por medio de las palabras de un misionero, he aprendido acerca del amor de Dios por mí, ¡y he recibido a Su Hijo como mi Salvador! Dios ha puesto un nuevo corazón dentro de mí. Tengo gozo y paz en el Señor Jesús. Aborrezco las costumbres de los “hombres leopardo” que antes amaba. He pecado contra Dios—siguió diciendo Okalufu—, y Dios me ha perdonado. Pero he pecado también contra las leyes del gobierno, y eso es lo que le confieso a usted ahora.
Conmovido por la sinceridad y el testimonio del anciano, el Buen Administrador puso a Okalufu en la cárcel por tres meses, acusándolo de un delito menor. En la cárcel, el harapiento Okalufu, que no sabía leer ni escribir, fue un testigo brillante para el Señor Jesús. Varios fueron salvos por su testimonio. De hecho, transformó la cárcel con su entusiasmo, y algunos hasta se alegraron cuando se cumplieron sus tres meses, y fue puesto en libertad.
Otra vez por la senda de la selva se fue Okalufu, gozándose en su libertad para poder extender las buenas nuevas de salvación por todas partes. En su aldea, Okalufu llegó a ser un testigo incansable en sus esfuerzos por ganar para el Señor a sus amigos y a todos los que encontraba. Rogaba de todo corazón a su pueblo que aceptara al Salvador que había enviado Dios, y descubriera la paz maravillosa que él había encontrado.
Pero Okalufu había hecho algo que nadie había oído que un “Hombre leopardo” hiciera: había confesado ser miembro de esa tenebrosa sociedad secreta, y se había apartado de ella. Los pecadores no pudieron resistir por mucho tiempo su testimonio que los reprendía y los obligaba a reflexionar.
Cierto día Okalufu se sentó a comer una comida sencilla. Al rato sintió un gran dolor, ¡y pronto se encontró en la presencia del Señor Jesús en quien había confiado como su Salvador!
Alguien, quizá uno de sus ex compañeros caníbales, le había puesto un veneno en la comida, y Okalufu murió, ¡como un mártir de su fe!
Hoy en África, hay cristianos felices, con rostros alegres, que conocieron al Señor por medio del testimonio del “Hombre leopardo” convertido. Muchos recuerdan maravillados y gozosos su testimonio.
Okalufu, el “Hombre leopardo” destruía vidas. Okalufu, el hombre nuevo en Cristo Jesús, por la maravillosa gracia de Dios ¡fue un instrumento para dar vida a muchos!
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