El Carácter y la Predicación

Extracto del Libro: El Predicador y la Oración
Autor: E. M. Bounds


Estudie la santidad universal de la vida: su utilidad entera depende de esto, porque sus sermones, al fin y al cabo, no duran sino una hora o dos; empero su vida predica toda la semana. Si satanás puede tan solo hacerle un ministro sórdido amador de alabanzas, de placeres, y buenas comidas, ha arruinado su ministerio. Dése usted mismo a la oración y consiga sus textos, sus pensamientos y sus palabras de Dios. 
Lutero empleaba sus tres mejores horas del día en oración… 

Robert Murray McCheyene


La oración está sumamente relacionada con el éxito de la predicación de la palabra. Esto expone el apóstol Pablo en su epístola a los Tesalonicenses: “Por lo demás, hermanos orad por nosotros, para que la Palabra del Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre vosotros” (2 Ts. 3:1). Esto es. La oración abre el camino para que la Palabra de Dios corra sin estorbos, y crea la atmósfera favorable para que cumpla su propósito. Se podría decir, por tanto, que la oración pone ruedas bajo la Palabra de Dios, da alas de ángel al Evangelio para que se predique a todo individuo en cada nación y pueblo. 

La parábola del sembrador es un estudio notable de la predicación, mostrando sus diferentes efectos y describiendo la diversidad de oyentes que existen; a saber, la Tierra esta sin preparar y, como consecuencia, el diablo quita fácilmente la semilla –que es la palabra de Dios- y disipa todas las buenas impresiones, haciendo que el trabajo del sembrador sea inútil (lo cual es muy común en nuestros días). Por otro lado, están los oyentes que constituyen “la buena tierra”; estos aprovechan la buena semilla porque sus mentes han sido preparadas para recibirlas y, después de oír la Palabra, ésta pasa a germinar en sus corazones hasta dar fruto en abundancia. Ya lo decía Lucas:

“Mirad, pues, cómo oís” (Lc. 8:18) 

Y es que para estar conscientes de cómo oímos, es necesario entregarse continuamente al ejercicio de la oración. En efecto, los corazones de aquellos que escuchan deben de ser preparados mediante la oración. De otro modo, aunque al principio parezca que la Palabra comienza a brotar, luego todo se pierde, sencillamente por la falta de oración, vigilancia y cuidado.

Sabemos que el carácter, como la suerte del Evangelio, está confiado al predicador. Él hace o deshace el mensaje de Dios al hombre. En otras palabras, el predicador es el conducto áureo a través del cual fluye el aceite divino. Pero este conducto debe ser, no solo áureo, sino que ha de estar bien abierto y es para que el aceite pueda tener una corriente plena, ininterrumpida y sin pérdida. 

Sin embargo, es importante que reconozcamos que el hombre hace al predicador. Es decir, el mensajero, es, si es posible, más que el mensaje; el predicador, más que el sermón: hace al sermón. Así como la leche del seno materno que da vida no es sino la vida de la madre, así todo lo que el predicador dice está añadiendo e impregnando lo que el predicador es. El tesoro está en vasos de barro y el gusto del barro lo impregna y decolora. El hombre, el hombre entero, está finalmente detrás del sermón. 

La predicación no es la obra de una hora, sino la manifestación de una vida… Se necesitan veinte años para hacer un sermón porque se necesita veinte años para hacer al hombre. Y el sermón crece, porque el hombre crece. Es poderoso, porque el hombre es poderoso; es santo porque el hombre es santo y está lleno de la unción divina.

Pablo lo designó “mi Evangelio”, no por una excentricidad personal o por una apropiación egoísta, sino porque fue puesta, en su corazón y en su alma una confianza personal que se reflejaba en sus cartas paulinas, inflamadas y potencializadas por la fogosa energía de su alma ardiente. No obstante, los sermones de Pablo, ¿Qué fueron? ¿Dónde están? ¡Esbozos, fragmentos dispersos, flotando en el mar de la inspiración! Sin embargo, el hombre, Pablo, más grande que sus sermones, vive para siempre, en forma completa, rasgos y estatura, con su moldeadora mano en la Iglesia. Y es que la predicación no es sino una voz; la voz en el silencio muere, el texto se olvida, el sermón fluye de la memoria, mas el predicador vive…

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