Este estado no es una ilusión o engaño- Hno. Lorenzo

Extracto del libro: La Práctica de la Presencia de Dios

Segunda Carta 

Diferencia entre él y aquellos que siguen otros métodos.

Perseverancia en la fe.


No tengo ninguna dificultad con mi método para vivir la vida espiritual; pero como no encontré nada de esto en ningún libro, para tener una seguridad mayor me agradaría conocer tus pensamientos acerca de esto. En una conversación que tuve hace algunos días con una persona piadosa, me dijo que la vida espiritual era una vida de gracia, que comienza con un temor servil, que es incrementada por la esperanza de la vida eterna y que es consumada por puro amor; que cada uno de estos estados tenía diferentes etapas, a través de las cuales uno llega a aquella bendita consumación.

Yo no he seguido esos métodos. Por lo contrario, no sé exactamente por cual reacción natural, los encontré desalentadores. Ésta fue la razón por qué, cuando entré en la religión, tomé la resolución de entregarme a Dios, tratando de hacer lo mejor que podía para dar ofrecer una satisfacción por mis pecados; y, por amor a Él, renunciar a todos ellos.

Durante los primeros años, en el tiempo que dedicaba a las devociones, por lo general mi mente estaba llena con pensamientos de muerte, de juicio, del infierno, del cielo, y de mis pecados. Y así continué durante algunos años, pero durante el resto del día, aún estando en medio de mi trabajo, aplicaba cuidadosamente mi mente a la presencia de Dios, a quien consideraba siempre como que estaba conmigo, y frecuentemente en mí.

Con el paso del tiempo, y casi sin darme cuenta, comencé a hacer lo mismo durante mi tiempo de oración, lo que me causaba gran deleite y consolación. Esta práctica produjo en mí un amor tan grande por Dios, que la fe sola era suficiente para satisfacerme. 

Así fueron mis principios; aunque debo decirte que durante los primeros diez años sufrí mucho: el temor de no estar consagrado a Dios como anhelaba estarlo, mis pecados pasados siempre presentes en mi mente, y los grandes e inmerecidos favores que Dios me daba, eran el objeto y el origen de mis sufrimientos. 

Durante este tiempo tenía frecuentes caídas, pero pronto me levantaba de nuevo. Me parecía que todas las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban en mi contra, y que solamente la fe estaba a mi favor. A veces me preocupaba con pensamientos como estos: creer que era un presuntuoso por haber recibido tales favores, pensar que pretendía llegar muy pronto adónde otros llegan con dificultad. Otras veces que era un engaño intencionado, y que no había salvación para mí. 

Cuando no pensaba en otra cosa sino en estar lleno de estas preocupaciones hasta el fin de mis días (aunque la confianza que tenía en Dios no había disminuido y tales pensamientos servían solamente para aumentar mi fe), me encontré que en un momento había cambiado totalmente, y mi alma, que hasta ese momento estaba sumergida en estas preocupaciones, sintió una profunda paz interior, como si hubiera llegado en el centro mismo del lugar de reposo.

Desde aquel tiempo, simplemente camino siempre delante de Dios, en fe, con humildad y amor; y me dedico diligentemente a no hacer ni pensar nada que pueda desagradarle. Cuando he hecho lo que puedo, espero confiadamente que Él hará conmigo lo que sea de su agrado. En cuanto a lo que me pasa en el presente, no puedo casi expresarlo. No experimento ningún dolor o dificultad, porque no tengo otra voluntad fuera de la voluntad de Dios, la cual me esfuerzo por cumplir en todo, y a la cual estoy tan rendido que no levanto una pajita del suelo si esto contradice sus órdenes, y no hago nada que no sea puramente por amor a Él.

He dejado de lado toda forma de devoción y de oración excepto aquellas a las que me obliga mi estado. Lo hago solamente para perseverar en su santa presencia, lo que mantengo prestando una simple atención a Dios y dándole mi afecto en su totalidad; o sea, manteniendo lo que puedo llamar una real presencia de Dios o, por decirlo mejor, una conversación habitual, silenciosa y secreta del alma con Dios, conversación que frecuentemente me llena de gozo y me captura interiormente y a veces exteriormente, de manera tal que me veo obligado a moderar mis sentimientos y a evitar que los demás los perciban.

En resumen, estoy totalmente seguro que mi alma ha estado con Dios durante estos treinta años. Para no resultar tedioso omito muchas cosas, aunque pienso que es adecuado informarte de qué manera me considero delante de Dios, a quien veo como mi Rey.

Me considero como el peor de los hombres, lleno de llagas y corrupción, y que ha cometido toda clase de crímenes contra su Rey. Con un verdadero arrepentimiento le confieso todas mis maldades, le pido perdón, me abandono en sus manos, para que Él haga conmigo lo que quiera. Este Rey, lleno de misericordia y bondad, muy lejos de castigarme, me abraza con amor, me sienta a comer en su mesa, me sirve con sus propias manos, me da la llave de sus tesoros; conversa y se deleita conmigo incesantemente en miles y miles de maneras distintas, y me trata en todo sentido como su favorito. Así es como me considero de vez en cuando en su santa presencia.

Mi método más usual es esta simple atención, una contemplación totalmente apasionada de Dios; a quien me encuentro frecuentemente unido con una dulzura y deleite más grande que aquellos que experimenta un bebé en el pecho de su madre. Si me atrevo a usar esta expresión, también debería llamar a este estado el seno de Dios, por la inexpresable dulzura que disfruto y experimento allí. Si a veces por necesidad o enfermedad mis pensamientos se distraen de ese estado de dulzura, en ese momento mis emociones interiores lo trae a mi mente, tan encantador y delicioso que no puedo describirlo. 

Deseo que con reverencia reflexiones más bien sobre mis grandes desdichas, de las cuales estás perfectamente informado, que sobre los grandes favores que Dios me hace, tan indigno y desagradecido como soy. Con respecto a mis horas de oración, son nada más que una continuación del mismo ejercicio. A veces me considero como una piedra delante de un escultor, con la cual está por hacer una estatua: así, presentándome a mí mismo delante de Dios, deseo que Él esculpa su perfecta imagen en mi alma, y me transforme por completo a su imagen.

En otras ocasiones, cuando me dedico a la oración, siento que todo mi espíritu y toda mi alma se elevan sin ningún esfuerzo de mi parte; y continúan como si estuvieran suspendidos y fijados firmemente en Dios, que es como su centro y lugar de reposo. Yo sé que algunos califican a este estado de inactividad, engaño y egoísmo.

Confieso que es una santa inactividad, y que podría ser un feliz egoísmo, si el alma en ese estado fuera capaz de eso; porque en efecto, mientras está en este reposo, no puede ser turbada por aquellos actos a los que estaba anteriormente acostumbrada, y los que se apoyaba, pero que ahora más bien son un obstáculo que una ayuda.

Sin embargo, no puedo aguantar que a esto se lo llame engaño, porque el alma que así se deleita en Dios no desea nada aparte de Él. Si esto es un engaño en mí, está en Dios remediarlo. Que Él haga conmigo lo que quiera hacer: Él es lo único que deseo; mi deseo es estar totalmente entregado a Él. Sin embargo, hazme el favor de darme tu opinión, a la que siempre presto mucha atención, porque tengo una singular estima por tu respeto hacia mí, y te pertenezco.

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