CHRISTMAS EVANS

"El Juan Bunyan de Gales"
1766-1838

Sus padres le pusieron el nombre de Christmas, porque nació el día de Navidad, en 1766. La gente lo apodó el predicador tuerto, porque era ciego de un ojo. Alguien se refirió así de él: “Era el hombre más alto, el de mayor fuerza física y corpulento y el más corpulento que jamás vi. Tenía un solo ojo, si hay razón para llamar a eso ojo, porque, con más propiedad se podría decir que era una estrella luminosa, que brillaba como el plante Venus. ” También se le llamó el Juan Bunyan de Gales, porque era el predicador que, en la historia de ese país, disfrutó más del poder del Espíritu Santo. En todos los lugares donde predicaba, se producía un gran número de conversiones. Su don de predicar era tan extraordinario, que con toda facilidad conseguía que un auditorio de quince a veinte mil personas, de sentimientos y temperamentos diferentes, lo escuchasen con la más profunda atención. En las iglesias no cabían las multitudes que iban a escucharlo durante el día; de noche siempre predicaba al aire libre a la luz de las estrellas.
Por un tiempo vivió entregado a las diversiones y a la embriaguez. Durante una lucha fue gravemente acuchillado; en otra ocasión lo sacaron del agua como muerto, y otra vez, se cayó de un árbol sobre un cuchillo. En las contiendas era siempre el campeón, hasta que por fin, en un combate sus compañeros lo cegaron de un ojo. Dios, sin embargo, fue misericordioso con él durante ese período, conservándolo con vida, para más tarde utilizarlo en su servicio.
A la edad de diecisiete años fue salvo; aprendió a leer, y poco después fue llamado a predicar y separado para el Ministerio. Sus sermones eran secos y sin fruto, hasta que un día que viajaba para Maentworg, amarró su caballo y penetró en el bosque donde derramó su alma en oración a Dios. Igual que Jacob en Peniel, no se apartó de ese lugar hasta recibir la bendición divina. Después de aquel día reconoció la gran responsabilidad de su obra; siempre su espíritu se regocijaba con la oración y se sorprendió en gran manera por los frutos gloriosos que Dios comenzó a concederle. Antes tenía talento y cuerpo de gigante, pero le fue añadido el espíritu de gigante. Era valiente como un león y humilde como un cordero; no vivía para sí, sino para Cristo. Además de tener por naturaleza, una mente ágil y una manera conmovedora de hablar, poseía un corazón que rebosaba amor para con Dios y su prójimo. En verdad era una luz que ardía y brillaba.
Andaba a pie por el sur de Gales, predicando a veces, hasta cinco sermones en el mismo día. A pesar de no andar bien vestido y de sus maneras ordinarias, grandes multitudes afluían para oírlo. Vivificado con el fuego celestial, se elevaba en espíritu como si tuviese alas de ángel, y el auditorio se contagiaba y se conmovía también. Muchas veces los oyentes rompían en llanto y en otras manifestaciones, que no podían evitar. Por eso eran conocidos como los saltadores galeses.
Evans creía con firmeza que sería mejor evitar los dos extremos: el exceso de ardor y la demasiada frialdad. Pero Dios es un ser soberano que obra de varias maneras. A unos él los atrae por el amor, mientras que a otros los aterra con los truenos del Sinaí para que hallen la paz preciosa en Cristo. Los indecisos a veces son sacudidos por Dios sobre el abismo de la angustia eterna, hasta que clamen pidiendo misericordia y encuentren el gozo inefable. El cáliz de ellos rebosa, hasta que algunos, al no comprender, preguntan: ¿Por qué tanto exceso?
Acerca de la censura que se hacía de los cultos, Evans escribió: “Me admiro de que el genio malo, llamándose el ángel del orden, quiera tratar de cambiar todo lo que respecta a la adoración de Dios, volviéndola en un culto tan seco como el monte Gilboa. Esos hombres de orden desean que el rocío caiga y el sol brille sobre todas sus flores, en todos los lugares, menos en los cultos del Dios Todopoderoso. En los teatros, en los bares y en las reuniones políticas los hombres se conmueven, se entusiasman, y se exaltan como tocados por el fuego, igual que cualquier saltador de Gales. Pero conforme a sus deseos, ¡no debe existir nada que le de vida y entusiasmo a los cultos religiosos! ¡Hermanos meditad en esto! ¿Tenéis razón o estáis equivocados?”
Se cuenta que en cierto lugar tres predicadores tenían que hablar, siendo Evans el último. Era un día de mucho calor, los dos primeros sermones fueron muy largos, de modo que todos los oyentes estaban indiferentes y casi exhaustos. No obstante, después, cuando Evans llevaba unos quince minutos predicando sobre la misericordia de Dios, tal cual se ve en la parábola del hijo pródigo, centenares de personas que estaban sentadas en la hierba, repentinamente se pusieron de pie. Algunos lloraban y otros oraban llenos de angustia. Fue imposible continuar el sermón, la gente continuó llorando y orando durante el día entero, y toda la noche hasta el amanecer.
En la isla de Anglesea, sin embargo, Evans tuvo que enfrentarse a una doctrina encabezada por un orador elocuente e instruido. En la lucha contra el error de esa secta, Evans comenzó a decaer espiritualmente. Después de algunos años, ya no poseía el mismo espíritu de oración ni sentía el gozo de la vida cristiana. Él mismo cuenta como buscó y recibió de nuevo la unción del poder divino que hizo que su alma se encendiera aún más que antes:
“No podía continuar con mi corazón frío con relación a Cristo, a su expiación y a la obra de su Espíritu. No soportaba el corazón frío en el púlpito, en la oración secreta y en el estudio, en especial cuando me acordaba de que durante quince años mi corazón se había abrasado como si yo hubiese andado con Jesús en el camino a Meaux. Por fin, llegó el día que jamás olvidaré: en el camino a Dolgelly, sentí la necesidad de orar, a pesar de tener el corazón endurecido y el espíritu carnal. Después que comencé a suplicar, sentí como que unas pesadas cadenas que me ataban, caían al suelo, y como que dentro de mí se derretían montañas de hielo. Con esta manifestación aumentó en mí la certeza de haber recibido la promesa del Espíritu Santo. Me parecía que mi espíritu se había librado de una prolongada prisión, o como si estuviese saliendo de la tumba de un invierno en extremo frío. Las lágrimas me corrieron abundantemente y me sentí constreñido a clamar y a pedir a Dios el gozo de su salvación y que él visitase de nuevo las iglesias de Anglesea que estaban bajo mi cuidado. Supliqué por todas las iglesias mencionando el nombre de casi todos los predicadores de Gales. Luché en oración durante más de tres horas. El espíritu de intersección comenzó a pasar sobre mí, como ondas, unas detrás de otras impelidas por un viento fuerte, hasta que mis fuerzas físicas se debilitaron de tanto llorar. Fue así que me entregué enteramente a Cristo, en cuerpo y alma, en talentos y en obras, mi vida entera, todos los días y todas las horas que aún me restaban por vivir, incluyendo todos mis anhelos. Todo, todo lo puse en las manos de Cristo…En el primer culto, después de esta experiencia, me sentí como removido de la región espiritualmente estéril y helada, hacia las tierras agradables de las promesas de Dios. Comencé entonces de nuevo, los primeros combates en oración, sintiendo fuertes anhelos por la conversión de los pecadores, tal como lo sentí en Leyn. Me apoderé de la promesa de Dios. El resultado fue, que al volver a casa ví que el Espíritu obraba en los hermanos de Anglesea dándoles el espíritu de oración insistente.”
Ocurrió entonces un gran avivamiento, pasando del predicador a la gente en todos los lugares de la isla de Anglesea, y en todo Gales. La convicción de pecado pasaba sobre todo el auditorio como grandes oleadas. El poder del Espíritu Santo obraba, hasta que el pueblo lloraba y danzaba de gozo. Uno de los que asistieron a su famoso sermón sobre el endemoniado gadareno, cuenta cómo Evans retrató tan fielmente la escena de la liberación del pobre endemoniado, la admiración de la gente al verlo liberado, el gozo de la esposa y de los hijos cuando volvió a la casa ya curado, que el auditorio rompió en grandes risas y llanto. Otro se expresó así: “El lugar se volvió un verdadero Boquim de lloro, (Jueces 2:1-5). Otro más dijo que el auditorio quedó como los habitantes de una ciudad sacudida por un terremoto, que salen corriendo, se postran en tierra y claman la misericordia de Dios.”
Como no era poco lo que sembraba, recogía abundantemente, y al ver la tremenda cosecha, sentía que su celo ardía de nuevo y que su amor aumentaba, llevándolo a trabajar con más ahínco. Su firme convicción era que nadie, ni aún la mejor persona, puede salvarse sin la obra del Espíritu Santo, ni el corazón más rebelde puede resistir al poder del mismo Espíritu. Evans tenía siempre un objetivo cuando luchaba en oración; se apoyaba en las promesas de Dios, suplicando con tanta insistencia como aquel que no se va antes de recibir. Decía que la parte más gloriosa del ministerio del predicador era el hecho de agradecer a Dios por la obra del Espíritu Santo en la conversión de los pecadores.
Como vigía fiel, no podía pensar en dormir mientras la ciudad se incendiaba. Se humillaba ante Dios, agonizando por la salvación de los pecadores, y de buena voluntad gastó sus fuerzas y su salud por ellos. Trabajaba sin descanso, sin temer la censura de los religiosos fríos, el desprecio de los perdidos, ni la ira y la furia de los demonios.
A la edad de setenta y tres años, sin mostrar disminución en sus fuerzas físicas ni mentales, predicó el último sermón, como de costumbre bajo el poder de Dios. Al finalizar dijo: “Este es mi último sermón.” Los hermanos creían que se refería a que era su último sermón en aquel lugar. Pero el hecho es que cayó enfermo esa misma noche. En la hora de su muerte, tres días después, se dirigió al pastor que lo hospedaba, con estas palabras: “Mi gozo y consuelo es que después de dedicarme a la obra del santuario durante cincuenta y tres años, nunca me faltó sangre en el librillo. Predica a Cristo a la gente”. Luego, después de cantar un himno, dijo: “Adiós, adiós, y falleció.”
La muerte de Christmas Evans fue uno de los acontecimientos mas solemnes de toda la historia del principado de Gales. Fue llorado en todo el país. El fuego del Espíritu Santo hizo que los sermones de este siervo de Dios enardecieran de tal manera los corazones, que la gente de su generación no podía oír pronunciar el nombre de Christmas Evans sin recordar vívidamente al hijo de María en el pesebre de Belén, su bautismo en el Jordán, el huerto de Getsemaní, el tribunal de Pilatos, la corona de espinas, el monte Calvario, el Hijo de Dios inmolado en el altar y el fuego santo que consumía todos los holocaustos, desde los días de Abel hasta el día memorable en que fue apagado por la sangre del cordero de Dios.

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