James Hudson Taylor

Nació el 21 de mayo de 1832 en un hogar cristiano. Su padre era farmacéutico en Barnsley, Yorkshire (Inglaterra), y un predicador que en su juventud tuvo una fuerte carga por China. Cuando Hudson tenía sólo cuatro años de edad, asombró a todos con esta frase: «Cuando yo sea un hombre, quiero ser misionero en China». La fe del padre y las oraciones de la madre significaron mucho. Antes de que él naciera, ellos habían orado consagrándolo a Dios precisamente para ese fin.
Sin embargo, pronto el joven Taylor se volvió un muchacho escéptico y mundano. Él decidió disfrutar su vida. A los 15 años entró en un banco local y trabajó como empleado menor donde, puesto que era un adolescente bien dotado y alegre, llegó a ser muy popular. Los amigos mundanos le ayudaron a ser burlón y grosero. En 1848 dejó el banco para trabajar en la tienda de su padre.

Conversión y llamamiento
Su conversión es una historia asombrosa. Una tarde de junio de 1849, cuando tenía 17 años, entró en la biblioteca de su padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese». Pero al llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.» Más tarde Hudson se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él. «Criado en tal ambiente, y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil creer que las promesas de la Biblia son muy reales».
Sin embargo, a poco andar, Hudson empezó a sentirse descontento con su estado espiritual. Su «primer amor» y su celo por las almas se había enfriado. En una tarde de ocio de diciembre de 1849 se retiró para estar solo. Ese día derramó su corazón delante del Señor y le entregó su vida entera. «Una impresión muy honda de que yo ya había dejado de ser dueño de mí mismo se apoderó de mí, y desde esa fecha para acá no se ha borrado jamás». Poco tiempo después, sintió que Dios le llamaba para servir en China.
Desde entonces su vida tomó un nuevo rumbo, pues comenzó a prepararse diligentemente para lo que sería su gran misión. Adaptó su vida lo más posible a lo que pensaba que podría ser la vida en China. Hizo más ejercicios al aire libre; cambió su cama mullida por un colchón duro, y se privó de los delicados manjares de la mesa. Distribuyó con diligencia tratados en los barrios pobres, y celebró reuniones en los hogares.
Comenzó a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar el idioma chino. Como no tenía recursos para comprar una gramática y un diccionario –muy caros en ese tiempo– estudió el idioma con la ayuda de un ejemplar del Evangelio de Lucas en mandarín. También empezó el estudio del griego, hebreo, y latín.
En mayo de 1850 comenzó a trabajar como ayudante del Dr. Robert Hardy, con quien siguió aprendiendo el arte de la medicina, que había comenzado con su padre. Sabía de la escasez de médicos en China, así que se esmeró por aprender. En noviembre del año siguiente, tomó otra decisión importante: para gastar menos en sí mismo y poder dar más a otros, arrendó un cuarto en un modesto suburbio de Drainside, en las afueras del pueblo. Aquí empezó un régimen riguroso de economía y abnegación, oficiando parte de su tiempo como médico autonombrado, en calles tristes y miserables. Se dio cuenta que con un tercio de su sueldo podía vivir sobriamente. «Tuve la experiencia de que cuanto menos gastaba para mí y más daba a otros, mayor era el gozo y la bendición que recibía mi alma».

La fe es probada
Sin embargo, por este tiempo Hudson Taylor tuvo una dolorosa experiencia. Desde hacía dos años conocía a una joven maestra de música, de rostro dulce y melodiosa voz. Él había alentado la esperanza de un idílico y feliz matrimonio con ella. Pero ahora ella se alejaba. Viendo que nada podía disuadir a su amigo de sus propósitos misioneros, ella le dijo que no estaba dispuesta a ir a China. Hudson Taylor quedó completamente quebrado y humillado. Por unos días sintió que vacilaba en su propósito, pero el amor de Dios lo sostuvo. Años más tarde diría: «Nunca he hecho sacrificio alguno». No habían faltado los sacrificios, es verdad, pero él llegó a convencerse de que el renunciar a algo para Dios era inevitablemente recibir mucho más. «Un gozo indecible todo el día y todos los días, fue mi feliz experiencia. Dios, mi Dios, era una Persona luminosa y real. Lo único que me correspondía a mí era prestarle mi servicio gozoso».
Entre tanto, la carga por la evangelización de China se hacía cada vez más fuerte en su corazón. A su madre le escribía: «La tarea misionera es la más noble a que podamos dedicarnos. Ciertamente no podemos ser insensibles a los lazos humanos, pero ¿no debemos regocijarnos cuando hay algo a lo que podemos renunciar por el Salvador? ¡Oh, mamá, no te puedo decir cómo anhelo ser misionero... Piensa, madre mía, en los doce millones de almas en China que cada año pasan a la eternidad sin Aquel que murió por mí!... ¿Crees que debo ir cuando haya ahorrado suficiente para el viaje? Me parece que no puedo seguir viviendo si no se hace algo por China».
Pero había algunas consideraciones –aparte del dinero para el viaje– que aún lo detenían. Él sabía que en China no tendría ningún apoyo humano, sino sólo Dios. No dudaba que Dios no fallaría, pero ¿y si su fe fallaba? Sentía que debía aprender, antes de salir de Inglaterra, «a mover a los hombres, por medio de Dios, sólo por la oración». Así que decidió ejercitar su fe, y estar así preparado para lo que vendría. Muy pronto encontró la manera de hacerlo.
Su patrón le había pedido que le recordara cuándo era el tiempo en que debía pagarle su sueldo trimestral, pero él se propuso no recordárselo, sino orar para que Dios lo hiciera. De esa manera vería la mano de Dios moverse en respuesta a su oración. Pero al llegar la fecha, el patrón lo olvidó. Como aún le quedaba una pequeña moneda, y no tenía mayor necesidad, siguió orando sin decirle nada a su patrón. Ese domingo un hombre muy pobre fue a buscarlo porque su esposa agonizaba. Allí comprobó que esa familia con cinco niños tristes, y la madre con un bebé de tres días en sus brazos, se moría de hambre.
En su corazón él deseaba haber tenido su moneda convertida en sencillo para darle algo, sin quedar en blanco. Para el día siguiente, él mismo no tenía qué comer. Mientras intentaba alentar a la familia, su corazón le reprochaba su hipocresía e incredulidad. Les hablaba de un Padre amoroso que cuidaría de ellos, pero no creía que ese mismo Padre pudiera cuidar de él, si es que entregaba todo su dinero. Su oración le pareció falsa y vacía. Cuando ya se retiraba, el hombre le rogó: «Ya ve usted la situación en que estamos, señor. Si puede ayudarnos, ¡por amor de Dios hágalo!» Entonces Hudson sintió que el Señor le recordaba las palabras: «Al que te pida, dale». Así que, obedeciendo con temor, metió la mano en el bolsillo y le dio su única moneda. «Recuerdo bien que esa noche, al regresar a mi cuarto, el corazón lo sentía tan liviano como el bolsillo. Las calles desiertas y oscuras retumbaban con un himno de alabanza que no pude contener.»
A la mañana siguiente, mientras desayunaba lo último que le quedaba, le llegó una carta. Venía sin remitente y sin mensaje. En ella sólo venía un par de guantes de cabritilla. Y en uno de ellos había una moneda ¡de cuatro veces el valor de la que había regalado! Esa moneda lo salvó de la emergencia, y le enseñó una lección que nunca olvidaría. Sin embargo, el doctor seguía sin recordar su compromiso, así que siguió orando. Pasaron quince días, pero nada.
Desde luego, no era la falta de dinero lo que más lo mortificaba, pues podía obtenerlo con sólo pedirlo. El asunto era: ¿Estaba en condiciones de ir a China o su falta de fe le sería un estorbo? Y ahora surgía un nuevo elemento de preocupación. El sábado por la noche debía pagar el arriendo de su pieza, y no tenía dinero. Además, la dueña de la pieza era una mujer muy necesitada. El sábado en la tarde, poco antes de terminar la jornada semanal, el doctor le preguntó: «Taylor, ¿es ya el tiempo de pagarle su sueldo?». Él le contestó, con emoción y gratitud al Señor, que hacía algunos días ya había vencido el plazo. El médico le dijo: «Ah, qué lastima que no me lo recordara. Esta misma tarde mandé todo el dinero al banco. Si no, le hubiera pagado en seguida.»
Muy turbado, esa tarde Hudson tuvo que buscar refugio en el Señor para recuperar la paz. Esa noche, se quedó solo en la oficina, preparando la palabra que debería compartir al día siguiente. Esperaba que el llegar esa noche a su cuarto, ya la señora estuviese acostada, así no tendría que darle explicaciones. Tal vez el lunes el Señor le supliera para cumplir su compromiso.
Era poco más de las diez de la noche, y estaba por apagar la luz e irse, cuando llegó el médico. Le pidió el libro de cuentas, y le dijo que, extrañamente, un paciente de los más ricos había venido a pagarle. El doctor anotó el pago en el libro y estaba por salir, cuando se volvió y, entregando a Hudson algunos de los billetes que acababa de recibir, le dijo: «Ahora que se me ocurre, Taylor, llévese algunos de estos billetes. No tengo sencillo, pero le daré el saldo la próxima semana».
Esa noche, antes de irse, Hudson Taylor se retiró a la pequeña oficina para alabar al Señor con el corazón rebosante. Por fin, supo que estaba en condiciones para ir a China.

El sueño comienza a cumplirse
En otoño de 1852, se trasladó a Londres, donde se matriculó como estudiante de medicina en uno de los grandes hospitales. Aunque la Sociedad para la Evangelización de China (CES por sus iniciales en inglés) le ayudó sufragándole parte de sus gastos, él continuó dependiendo en todo lo demás directamente del Señor. Cuando solamente tenía 21 años de edad, y aún no había acabado sus estudios, se le abrió inesperadamente la puerta, por lo que tuvo que embarcarse para Shanghai a la brevedad.
Desde China habían llegado informes de que el líder revolucionario de los Taiping solicitaba misioneros para la propagación del evangelio, que él mismo había abrazado tiempo atrás. Así que la CES decidió enviar a Hudson Taylor, esperando enviar a otro misionero un poco más adelante. Taylor se embarcó en Liverpool en septiembre de 1853, en el buque de carga Dumfries, llevando en su equipaje mucha de literatura en idioma chino para distribuir. Nunca olvidaría el grito desgarrador de su madre al verlo partir. Allí en la nave, era el único pasajero. Fue un viaje tempestuoso; en dos ocasiones estuvieron a punto de naufragar. La navegación se calmó cerca de Nueva Guinea. El capitán se desesperó cuando una corriente los llevaba rápidamente hacia los arrecifes de la costa, donde los caníbales les esperaban con fogatas encendidas. Taylor y otros se retiraron a orar y el Señor envió una fuerte brisa que los puso a salvo. Arribaron a Shanghai en marzo de 1854, tras seis largos meses de navegación. ¡El viaje normalmente tomaba cuarenta días!
Hudson Taylor no estaba preparado para la guerra civil que encontró a su arribo. La revolución había comenzado a degenerarse rápidamente. Muchos de los líderes rebeldes habían abrazado el cristianismo sólo por motivos políticos. «No conocían mucho del espíritu cristiano y no manifestaban ninguno». El destino de Taylor era Nanking, en el norte, pero sólo pudo establecerse en Shanghai, donde fue acogido por el doctor Lockhart. A su alrededor había miseria, violencia y muerte. Sus ojos se inflamaron, sufrió dolores de cabeza y pasaba mucho frío. En su gracia, Dios permitía que desde el principio estuviera rodeado de muchas dificultades, para así prepararlo en las tareas que habría de enfrentar más adelante.
Pese a estas dificultades, en los dos primeros años que estuvo Hudson Taylor en China, realizó diez viajes misioneros desde Shanghai, en pequeñas embarcaciones que servían a la vez de albergue. Con la llegada del misionero Parker pudo realizar una labor más amplia, distribuyendo 1800 Nuevos Testamentos y más de 2.000 tratados y folletos. Poco después, sin embargo, los Parker se trasladaron a Ningpo y él se quedó solo.
En parte para explorar lugares de futura residencia y también para evitar los senderos de los nacionalistas, Hudson Taylor realizó un viaje por el Yangtze en barco. Visitó 58 pueblos, de los cuales sólo siete habían visto a un misionero alguna vez. Predicó, removió tumores y distribuyó libros. A veces, las personas huían de él, o le lanzaban barro y piedras. Su aspecto occidental, cómico y carente de dignidad para los chinos, distraía continuamente a las audiencias. Esto le llevó a tomar una decisión radical, que habría de hacerle acepto a los chinos, pero casi abominable a los ingleses: Se vistió a la usanza china, con la cabeza rasurada por el frente y con el cabello de la parte posterior tomado en una larga trenza. Desde ese día, pudo realizar la obra con mayor eficacia.
En octubre de 1855 dejó Shanghai para ir a Tsungming, una gran isla en la desembocadura del Yangtze, con más de un millón de habitantes y ningún misionero. Allí fue muy bien recibido por la gente, en parte por sus labores médicas. Sintió que ése sería un buen lugar para establecerse y volvió a Shanghai para reabastecerse de medicamentos, recolectar cartas y proveerse con ropa de invierno. Sin embargo, las autoridades le ordenaron abandonar Tsungming, pues los doctores locales se quejaron porque estaban perdiendo su negocio a causa del doctor extranjero. Además, según los acuerdos binacionales, los extranjeros sólo podían morar en los puertos, y no en el interior del país. Estas seis semanas en la isla fueron su primera experiencia en el «interior».
En este tiempo, Hudson Taylor habría de hallar un motivo de mucho gozo y compañerismo cristiano. Conoció a William Burns, un evangelista escocés, con quien congenió en seguida, pese a la disparidad de sus edades. Burns era un hombre muy eficaz en la Palabra y de mucha oración. Durante siete meses trabajaron juntos con mucho provecho. Pronto, Burns se dio cuenta que su compañero lograba un mayor acercamiento a la gente, así que él también decidió rasurarse y vestirse como ellos.
En febrero de 1856, ambos fueron llamados a Swatow, 1.500 kilómetros al sur. Tras 4 meses de servicio allí, y pese a las muchas dificultades, Dios bendijo su trabajo, así que pensaron establecerse en ese lugar. Burns pidió a Taylor que fuese a Shanghai a buscar su equipo médico, que les era de gran necesidad. Cuando éste llegó encontró que casi todos sus suministros médicos habían sido destruidos accidentalmente en un incendio. Entonces vino la penosa noticia de que Burns había sido arrestado por las autoridades chinas y enviado hasta Cantón, y que a él se le prohibía regresar a Swatow. «Esos meses felices fueron de inexpresable gozo y consuelo para mí. Nunca tuve un padre espiritual como el Sr. Burns. Nunca había conocido una comunión tan segura y tan feliz. Su amor por la Palabra era una dicha, y su vida santa y reverente, y su constante comunión con Dios hicieron que su compañerismo satisficiera las ansias más profundas de mi ser».
Poco después, Swatow estuvo en el ojo del huracán, a causa de la guerra anglo-china, por lo que Hudson Taylor pudo comprobar que todas las circunstancias son ordenadas por Dios para favorecer a los que le aman.
Taylor decidió quedarse en Ning-po, donde el doctor Parker había establecido un hospital y un dispensario farmacéutico. Por ese tiempo, Hudson Taylor había quedado casi en la indigencia. Le habían robado su catre de campaña, ropa, dos relojes, instrumentos quirúrgicos, su concer-tina, la fotografía de su hermana Amelia y una Biblia que le había dado su madre. Además, la CES estaba en bancarrota. Había tenido que conseguir dinero para pagar a sus misioneros, así que Hudson se vio impelido a renunciar, por motivos de conciencia. «Para mí era muy clara la enseñanza de la Palabra de Dios «No debáis a nada nada»... Lo que era incorrecto para un solo cristiano, ¿no lo era también para una asociación de cristianos?... Yo no podía concebir que Dios era pobre, que le faltaban recursos, o que estaba renuente a suplir la necesidad de cualquier obra que fuera suya. A mí me parecía que, si faltaban los fondos para una determinada obra, entonces hasta allí, en esa situación, o en ese tiempo, no podría ser la obra de Dios». El paso de fe de renunciar al sueldo de la Sociedad, lo llenó de gratitud y gozo. Desde entonces, confiaría solamente en Dios para su sustento.

Noviazgo y matrimonio
En Ningpo, una nueva familia, los Jones, había llegado y la comunidad misionera era ferviente en espíritu. Una vez a la semana ellos cenaban en la escuela dirigida por la Srta. Mary Ann Aldersey, una dama inglesa de 60 años, reputada por ser la primera mujer misionera en China. Ella tenía dos jóvenes ayudantes, Burella y María, hijas de Samuel Dyer, uno de los primeros misioneros en China.
El día de Navidad de 1856, el grupo misionero tuvo una celebración donde comenzó una amistad entre Hudson y María. Esta joven era muy agraciada y simpática, además de una ferviente cristiana. Muy pronto compartieron los mismos anhelos y aspiraciones de santidad, de servicio y acercamiento a Dios, y aun la indumentaria oriental que llevaba Taylor. Taylor tuvo que cumplir una importante misión en Shanghai, pero le escribió a María pidiéndole formalizar un compromiso. Obligada por la Srta. Aldersey –que menospreciaba al joven– María se negó.
Ante esto, ambos se abocaron a la obra del Señor, y oraron. Más tarde, al comprobar que el sentimiento mutuo persistía, decidieron pedir la autorización al tutor de ella, que vivía en Londres. Tras cuatro largos meses de espera, llegó la respuesta favorable. El tutor se había enterado en Londres de que Hudson Taylor era un misionero muy promisorio. Todos los que le conocían daban buen testimonio de él. Así, con todo a favor, decidieron comprometerse públicamente en noviembre de 1857. En enero de 1859, poco después de que María cumpliera los 21 años, se casaron y se establecieron en Ningpo. «Dios ha sido tan bueno con nosotros. En realidad, ha contestado nuestras oraciones y ha tomado nuestro lugar en contra de los fuertes. ¡Oh, que podamos andar más cerca de él y servirle con mayor fidelidad!».
El trabajo en el grupo continuó. John Jones fue el pastor, María dirigió la escuela de niños mientras el pequeño grupo de Taylor en Ningpo continuó la obra misionera en la gran ciudad inconversa. Por este tiempo se convirtió un chino, presidente de una sociedad idólatra, que gastaba mucho tiempo y dinero en el servicio de sus dioses. Luego de escuchar la Palabra por primera vez dijo: «Por mucho tiempo he estado en busca de la verdad, sin encontrarla. He viajado por todas partes, y no he podido hallarla. No he podido encontrar descanso en el confucianismo, el budismo ni en el taoísmo. Pero ahora sí he encontrado reposo para mi alma en lo que hemos oído esta noche. De ahora en adelante soy creyente en Jesús». En seguida fue un fiel testigo de Cristo entre sus antiguos compañeros.
Un día le preguntó a Taylor: «¿Cuánto tiempo han tenido las Buenas Nuevas en su país?». «Algunos centenares de años», le respondió Hudson algo vacilante. «¿Cómo dice? ¿Centenares de años? Mi padre buscaba la verdad y murió sin conocerla. ¡Ah! ¿Por qué no vino antes?». Ese fue un momento doloroso para Hudson Taylor, que jamás pudo borrar de su conciencia, y que profundizó en él su ansia de llevar a Cristo a aquellos que aún podían recibirlo.
El tratado de Tientsin, en 1860, dio nuevas libertades a los misioneros. Por fin se había abierto la puerta de entrada a las provincias del interior. Por ese tiempo, el doctor Parker tuvo que dejar sus labores en el hospital y en dispensario que dirigía, y Hudson Taylor se vio constreñido a tomar también esa responsabilidad. Los nuevos creyentes chinos se ofrecieron para colaborar y, contra todo lo humanamente esperado, la atención mejoró, los recursos no faltaron, y aun se comenzó a respirar en el ambiente la vida de Cristo. En los nueve meses siguientes hubo 16 pacientes bautizados, y otros 30 se incorporaban a la iglesia.

Un paréntesis necesario
Sin embargo, la salud de Taylor se quebrantó gravemente, tanto, que un descanso parecía ser su única esperanza de vivir. Así que dejaron Shanghai, llegando a Inglaterra en noviembre, 1860, siete años después de que él había partido para China. Vivieron en Bayswater, donde nació su primer hijo varón, Herbert, en abril de 1861 (Grace había nacido el año anterior). Comprendiendo que no podría volver tan pronto, Hudson emprendió varias tareas. Primero, la revisión del Nuevo Testamento de Ningpo, por petición de la Sociedad Bíblica. Luego, la reanudación de sus estudios de medicina. La atención, a la distancia, de la obra en Ningpo, y la realización de reuniones con juntas misioneras denominacionales, instándoles a asumir la evangelización del interior de China. Esta última tarea era la que más le urgía; sin embargo, aunque por todas partes lo escuchaban con simpatía, pronto quedó de manifiesto que ninguna de ellas estaba dispuesta a asumir la responsabilidad por tan grande empresa.
Por petición del redactor de una revista denominacional, Hudson comenzó a escribir una serie de artículos para despertar el interés en la Misión en Ningpo, el que más tarde se transformó en un libro. Con el mapa de China en una pared de su pieza, Hudson oraba y soñaba con una evangelización a fondo por todas las provincias de ese gran país. La oración llegó a ser la única forma en que pudo aliviar la carga de su alma.
Poco a poco, empezó a brillar una luz en su espíritu. Ya que todas las puertas se cerraban, tal vez Dios quería usarlo a él para contestar sus propias oraciones. ¿Qué pasaría si él buscara sus propios obreros, y fuera con ellos? Pero su fe también parecía flaquear ante tamaña empresa. Por el estudio de la Palabra aprendió que lo que se necesitaba no era un llamamiento emocional para conseguir apoyo, sino la oración fervorosa a Dios para que él enviara obreros. El plan apostólico no era conseguir primero los medios, sino ir y hacer la obra, confiando en Dios.
Sin embargo, sentía que su fe aún no llegaba a ese punto. Pronto la convicción de su propia culpabilidad se agudizó más y más, hasta llegar a enfermar. Pero he aquí que Hudson Taylor tuvo una experiencia que habría de cambiar la historia.
Un día, un amigo le invitó a Brighton para pasar unos días junto al mar. El domingo fue a la reunión de la iglesia, pero el ver a la hermandad que, despreocupada, se gozaba en las bendiciones del Señor, no lo pudo soportar. Le pareció oír al Señor hablarle de las «otras ovejas» allá en China, por cuyas almas nadie se interesaba. Sabía que el camino era pedir los obreros al Señor. Pero una vez que Dios los enviase, ¿estaba él en condiciones de guiarlos y hacerse cargo de ellos? Salió apresuradamente para la playa, y se puso a caminar por la arena.
Allí Dios venció su incredulidad y él se entregó enteramente a Dios para ese ministerio. «Le dije que toda responsabilidad en cuanto a los resultados y consecuencias tendría que descansar en Él; que como siervo suyo a mí me correspondía solamente obedecerle y seguirle; a Él le tocaba dirigir, cuidar y cuidarme a mí y a aquellos que vendrían a colaborar conmigo. ¿Debo decir que en seguida la paz inundó mi corazón?»
Allí mismo le pidió a Dios 24 obreros, dos para cada una de las provincias que no tenían misionero, y dos para Mongolia. Escribió la petición en el margen de la Biblia que llevaba y regresó a casa, lleno de paz.
Muy pronto Dios habría de comenzar a ordenar el escenario para contestar esta petición.

Nace la Misión al Interior de China
Muy pronto la casa de los Taylor en Inglaterra comenzó a llenarse de candidatos. La publicación del libro «La necesidad espiritual y las demandas de China» ayudó a despertar el interés por la obra de Dios en ese país. Sin embargo, las peculiaridades de la nueva Misión (denominada «Misión al Interior de China») alejaba a muchos, porque ella no solicitaba dinero, ni aseguraba un sueldo a sus misioneros. Pese a esto fue tal la respuesta, que hubo que avisar que cesaran las donaciones, porque las necesidades estaban cubiertas.
El 26 de mayo de 1866 Hudson Taylor salió con el primer grupo de 16 colaboradores rumbo a China. Este primer viaje no estuvo exento de peripecias, pues estuvieron a punto de naufragar en más de una oportunidad. Pero, gracias a Dios, llegaron sanos y salvos, y se establecieron en Hang-chow. Al año siguiente la familia Taylor vivió una profunda tristeza por la partida de su hija Gracie, de ocho años; sin embargo, la obra se extendía rápidamente por el Gran Canal hacia el interior.
Hudson Taylor enfrentó por ese tiempo otras pruebas muy fuertes. Una fue el motín de Yangchow, en que estuvo a punto de perder la vida, y otro, el descrédito que sufrió a manos de algunos miembros de su propio equipo, quienes regresaron a Inglaterra y lograron desanimar a algunos colaboradores. Debido a esto hubieron de enfrentar algunas estrecheces económicas, pero fue entonces que se manifestó la fidelidad de un conocido hombre de Dios: George Müller. Su nombre se había hecho conocido, pues sostenía por la sola fe y la oración, sin aportes fijos ni solicitar fondos, un orfanato de unos dos mil niños y niñas. Müller no sólo tenía carga por los huérfanos de Inglaterra, sino también por la evangelización en China, y así lo hizo notar en muchas ocasiones. Con sus oraciones, sus cartas y sus aportes, muchas veces infundió ánimo a los misioneros a la distancia. Las contribuciones de Müller durante los años siguientes alcanzaron la no despreciable suma de casi diez mil dólares anuales, ¡pese a que necesitaba mirar al Cielo diariamente por el sustento de sus propios huerfanitos!

La gran experiencia espiritual
En septiembre de 1869 Hudson Taylor entró en una experiencia espiritual que marcó su vida, y de la cual habría de compartir a muchos durante sus años siguientes. Él la llamó de la «vida canjeada». Poco antes había estado muy desanimado, por la falta de comunión con su Señor, y por la escasez de frutos, y no sabía cómo podría mejorar. Pero la llegada de una carta de su amigo Juan McCarthy en que le contaba su propia experiencia, gatilló en él la solución tan anhelada. ¿En qué consistió? En ver, a partir de Juan capítulo 15, cómo permanecer en Cristo, y recibir de él la fuerza necesaria para una vida victoriosa. Después de esto, Hudson Taylor fue otro hombre. ¡Aquella fue una experiencia que sería capaz de resistir todos los embates del tiempo! (Ver artículo «El secreto espiritual de Hudson Taylor», pág. 74).
Pruebas y expansión
Pronto se acercaban, sin embargo, algunas experiencias familiares aún más dolorosas que las ya vividas. En medio de una época muy agitada en la vida de China –la matanza de Tientsin– el matrimonio Taylor tuvo que separarse del resto de sus hijos para enviarlos a Inglaterra para su educación. Y poco después, en julio de 1870, muere un hijo recién nacido y, a los pocos días, María Dyer, quien contaba apenas con treinta y tres años. En estas circunstancias, Hudson Taylor tuvo que echar mano más que nunca el consuelo procedente de sus experiencias espirituales.
«¡Cuánta falta me hacía mi querida esposa y las voces de los niños tan lejos allá en Inglaterra! Fue entonces que comprendí por qué el Señor me había dado ese pasaje de las Escrituras con tanta claridad: ‘Cualquiera que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás’. Veinte veces al día, tal vez, al sentir los amagos de esa sed, yo clamaba a él: ‘¡Señor, tú prometiste!’ Me prometiste que jamás tendría sed otra vez’ Y ya fuera de noche o de día, ¡Jesús llegaba prestamente a satisfacer mi corazón dolorido! Tanto fue así que a veces me preguntaba si mi amada estaría gozando más de la presencia del Señor allá, que yo en mi cuarto, solitario y triste». Al año siguiente, Taylor tuvo severos dolores del hígado y del pulmón, y muchas veces tuvo dificultades para respirar. Sin embargo, junto a cada dolor físico había el profundo consuelo de una vivencia más íntima con Cristo.
La renuncia del matrimonio Berger, que dirigía la Misión en Inglaterra, obligó a Taylor a viajar a ese país en 1872. Allí, en los próximos quince meses, organizó un Consejo de apoyo a la Misión, mientras oraban intensamente en reuniones realizadas en su casa. F. W. Baller, un joven creyente que llegó a ser después un íntimo colaborador, escribió lo siguiente cuando le vio por primera vez en una de esas reuniones: «El Sr. Taylor inició la reunión anunciando un himno, y sentándose al armonio, dirigió el canto. Su aspecto no era muy imponente. Era pequeño de estatura y hablaba en voz baja. Como todo joven, quizá yo asociaba la importancia con la bulla y buscaba mejor presencia de un líder. Pero cuando dijo «oremos», y procedió a dirigir la oración, cambié de opinión. Nunca había oído a nadie orar así. Había una sencillez, una ternura, una audacia, un poder que me subyugó y me dejó mudo. Me di cuenta que Dios le había admitido en el círculo íntimo de comunión con él».
Cierto día, parado frente al mapa de China, Taylor se volvió hacia unos amigos que le acompañaban y dijo: «¿Tienen fe ustedes en pedir conmigo a Dios dieciocho jóvenes que vayan de dos en dos a las nueve provincias que aún quedan por evangelizar?». La respuesta fue afirmativa; así que allí mismo, tomados de las manos delante del mapa, se pactaron con toda seriedad para orar diariamente por los obreros que se necesitaban.
Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.

Nuevos sueños
Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo: «Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta: ¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar. De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo setenta y dos años. No espero terminar otra década. ¿Puede usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta conversación, más el ver las multitudes en las grandes ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de enero de 1874.
Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía una donación de 800 libras «para la obra en provincias nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que Taylor escribiera su petición en la Biblia!
Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave enfermedad a la columna, a causa de una caída que había tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia, estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.
Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150 millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino. En poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo, desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino. ¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud) y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los dieciocho a China».
Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar. «Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China», le dijo, extendiéndole un billete grande. Taylor, pensando que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete, pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había dado 50 libras y no 5!
Durante los próximos años, los pioneros de la Misión viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la única manera de alcanzar a toda China era incorporando al servicio a los mismos chinos. «Yo miro a los misioneros (extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él, tanto mejor».

El desbordamiento
En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes, con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a la Misión.
Cuatro años más tarde, Taylor da otro paso de fe, y pide al Señor cien misioneros. Ninguna Misión existente había soñado jamás en enviar nuevos obreros en tan gran escala. En ese tiempo, la Misión tenía sólo 190 miembros y pedirle a Dios un aumento de más del cincuenta por ciento ¡era algo impensable! Sin embargo, durante 1887, milagrosamente, seiscientos candidatos venidos de Inglaterra, Escocia e Irlanda, se inscribieron para enrolarse. Así, el trabajo de la Misión se esparció por todo el interior del país según era el deseo original de Taylor. ¡Al final del siglo XIX, la mitad de todos los misioneros del país estaban ligados a la Misión!
En octubre de 1888, Taylor visita Estados Unidos, donde fue recibido afectuosamente en Northfield por D. L. Moody, desde donde emprendió el regreso a China, pero no solo: le acompañaban 14 jóvenes misioneros más, procedentes de Estados Unidos y Canadá.
Durante los próximos años, Taylor vio extenderse su ministerio a todo el mundo. Compartió su tiempo visitando América, Europa y Oceanía, reclutando misioneros para China. Fueron los años del desbordamiento espiritual, que ahora se extendía por todos los confines de la tierra.

Un carácter transformado
El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y su posesión práctica. No conocía nada de prisas ni de apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no podía existir sin ella… Yo conocía las ‘doctrinas de Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre se veía la realidad, la personificación de la ‘doctrina Keswick’, tal como yo nunca esperaba verlo».
La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.
En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.
Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa vida espiritual. Para Taylor, el secreto estaba en mantener la comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el alimentarse de la Palabra. Pero ¿Cómo obtener el tiempo necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo, cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.
Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría, se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera, estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u oído acerca de la oración secreta; esto significaba una realidad – no la prédica, sino la práctica».
Después de haber recorrido todas las misiones establecidas por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones celestiales.

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