Extracto del libro: Esperando en DiosAutor: Andrew MurrayY conocerás que yo soy Jehová, pues no se avergonzarán los queesperan en mí. (Isaías 49:23.) Dichosos cuantos esperan en El. (Isaías 30:18.)
¡Qué promesas! Cómo procura Dios atraernos para que esperemos en El con la más positiva seguridad de que nunca será en vano. «No se avergonzarán los que esperan en Mí.» Qué extraño que, aunque ya deberíamos haberlo experimentado, seamos tan lentos en aprender que este bendito esperar debe y puede ser como el mismo aliento de nuestra vida, un continuo descanso en la presencia de Dios y de su amor, un entregarse continuo a Él para que perfeccione su obra en nosotros. Oigamos una vez más y meditemos hasta que nuestro corazón diga con nueva convicción: «¡Dichosos los que esperan en El!» En la lección del día seis encontramos la oración del Salmo 25: «Que ninguno de los que esperan en ti sea avergonzado. El mismo hecho de la oración presenta el temor de que podría ser así. Oigamos la respuesta de Dios, hasta que todo temor se desvanezca, y podamos devolver al cielo las palabras que Dios dice: «No se avergonzarán los que esperan en mí». «Dichosos son todos los que en El esperan.»
El contexto de cada uno de estos dos pasajes presenta ocasiones en que la Iglesia de Dios se hallaba en gran dificultad, en que el ojo humano no podía ver liberación alguna en el horizonte. Pero Dios interpone su promesa, y garantiza con su poder sin límites la liberación de su pueblo. Y es como si Dios mismo hubiera emprendido la obra de su redención que nos invita a esperar en El, y nos asegura que no podemos ser decepcionados. Nosotros también vivimos momentos en que hay mucho en el estado de la Iglesia, con su profesión de formalismo, que es indescriptiblemente triste. Entre todo aquello por lo que damos gracias a Dios, hay, por desgracia, mucho de lo que hemos de lamentarnos. Si no fuera por las promesas de Dios bastaría para desesperarse. Pero en las promesas el Dios viviente nos ha dado la garantía de que nuestra causa es la suya. El se nos entrega. Nos dice que esperemos en El. Nos asegura que seremos avergonzados.
Oh, que nuestros corazones pudieran aprender a esperar en El, hasta que El mismo nos revele lo que significan sus promesas, y en las promesas se revela a sí mismo en su gloria escondida! Seremos atraídos irresistiblemente a esperar en El sólo. Dios aumenta la compañía de los que dicen: «Nuestra alma espera en el Señor; porque El es nuestra defensa y nuestro escudo».
Este esperar en Dios en favor de su Iglesia y de su pueblo depende grandemente del lugar que tiene el esperar en El en nuestra vida particular. La mente puede deleitarse contemplando con antelación lo que Dios ha dicho que haría, y los labios pueden hablar de estas cosas en palabras emocionantes, pero esto no es realmente la medida de nuestra fe o nuestro poder. No; lo es en cambio lo que realmente conocemos de Dios en nuestra experiencia personal: vencer al enemigo interior, reinar y gobernar, el que se nos revele en su santidad y poder en nuestro ser interior. Es esto lo que da la medida real de la bendición espiritual que podemos esperar de Él, y llevar a nuestros prójimos. Es en la medida que conocemos la bendición que ha sido el esperar en Dios en nuestras almas que tendremos confianza en la bendición que puede recibir la Iglesia que nos rodea, y el criterio de nuestra expectativa será:
«Los que esperan en mí no serán avergonzados». Según lo que Él ha hecho en nosotros, confiaremos en que haga portentos alrededor nuestro. «Dichosos son los que esperan en Dios.» Sí, dichosos incluso ahora, al esperar. Las bendiciones prometidas, para nosotros y para los otros, pueden tardar en llegar; la bendición inexpresable de saber y tenerle a Él, el que nos lo ha prometido, la divina fuente de promesas, es ya nuestra ahora. Que esta verdad tome posesión plena de nuestras almas, que el esperar en Dios, es en sí mismo, el privilegio más elevadoque puede disfrutar la criatura, la mayor bendición para el hijo de Dios redimido.
Como el sol entra con sus rayos y su calor, con su belleza y bendición, en cada hoja de hierba que se levanta de la fría tierra, el Dios eterno nos recibe en la grandeza y ternura de su amor, a cada débil hijo suyo que espera, para hacer brillar en su corazón «la luz del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo». Leamos estas palabras otra vez, hasta que el corazón aprenda a conocer lo que Dios espera hacer por nosotros. ¿Quién puede medir la diferencia entre el sol y la hoja de hierba? Y, sin embargo, la hierba tiene todo el sol que necesita.Creamos que al esperar en Dios, su grandeza y nuestra pequeñez se encuentran de un modo maravilloso. Inclinémonos en nuestra pobreza, vaciedad, impotencia, humildad, nulidad y entreguémonos a su voluntad, ante su gloria, y guardemos silencio. Al esperar en El, Dios se acercará. Dios se revelará a sí mismo como el Dios que puede cumplir victoriosamente todas sus promesas. Y que nuestro corazón otra vez cante: «Dichosos todos los que esperan en ». ¡Alma mía, espera sólo en Dios!
esperan en mí. (Isaías 49:23.) Dichosos cuantos esperan en El. (Isaías 30:18.)
¡Qué promesas! Cómo procura Dios atraernos para que esperemos en El con la más positiva seguridad de que nunca será en vano. «No se avergonzarán los que esperan en Mí.» Qué extraño que, aunque ya deberíamos haberlo experimentado, seamos tan lentos en aprender que este bendito esperar debe y puede ser como el mismo aliento de nuestra vida, un continuo descanso en la presencia de Dios y de su amor, un entregarse continuo a Él para que perfeccione su obra en nosotros. Oigamos una vez más y meditemos hasta que nuestro corazón diga con nueva convicción: «¡Dichosos los que esperan en El!» En la lección del día seis encontramos la oración del Salmo 25: «Que ninguno de los que esperan en ti sea avergonzado. El mismo hecho de la oración presenta el temor de que podría ser así. Oigamos la respuesta de Dios, hasta que todo temor se desvanezca, y podamos devolver al cielo las palabras que Dios dice: «No se avergonzarán los que esperan en mí». «Dichosos son todos los que en El esperan.»
El contexto de cada uno de estos dos pasajes presenta ocasiones en que la Iglesia de Dios se hallaba en gran dificultad, en que el ojo humano no podía ver liberación alguna en el horizonte. Pero Dios interpone su promesa, y garantiza con su poder sin límites la liberación de su pueblo. Y es como si Dios mismo hubiera emprendido la obra de su redención que nos invita a esperar en El, y nos asegura que no podemos ser decepcionados.
Nosotros también vivimos momentos en que hay mucho en el estado de la Iglesia, con su profesión de formalismo, que es indescriptiblemente triste. Entre todo aquello por lo que damos gracias a Dios, hay, por desgracia, mucho de lo que hemos de lamentarnos. Si no fuera por las promesas de Dios bastaría para desesperarse. Pero en las promesas el Dios viviente nos ha dado la garantía de que nuestra causa es la suya. El se nos entrega. Nos dice que esperemos en El. Nos asegura que seremos avergonzados.
Oh, que nuestros corazones pudieran aprender a esperar en El, hasta que El mismo nos revele lo que significan sus promesas, y en las promesas se revela a sí mismo en su gloria escondida! Seremos atraídos irresistiblemente a esperar en El sólo. Dios aumenta la compañía de los que dicen: «Nuestra alma espera en el Señor; porque El es nuestra defensa y nuestro escudo».
Este esperar en Dios en favor de su Iglesia y de su pueblo depende grandemente del lugar que tiene el esperar en El en nuestra vida particular.
La mente puede deleitarse contemplando con antelación lo que Dios ha dicho que haría, y los labios pueden hablar de estas cosas en palabras emocionantes, pero esto no es realmente la medida de nuestra fe o nuestro poder. No; lo es en cambio lo que realmente conocemos de Dios en nuestra experiencia personal: vencer al enemigo interior, reinar y gobernar, el que se nos revele en su santidad y poder en nuestro ser interior. Es esto lo que da la medida real de la bendición espiritual que podemos esperar de Él, y llevar a nuestros prójimos. Es en la medida que conocemos la bendición que ha sido el esperar en Dios en nuestras almas que tendremos confianza en la bendición que puede recibir la Iglesia que nos rodea, y el criterio de nuestra expectativa será:
«Los que esperan en mí no serán avergonzados». Según lo que Él ha hecho en nosotros, confiaremos en que haga portentos alrededor nuestro. «Dichosos son los que esperan en Dios.» Sí, dichosos incluso ahora, al esperar. Las bendiciones prometidas, para nosotros y para los otros, pueden tardar en llegar; la bendición inexpresable de saber y tenerle a Él, el que nos lo ha prometido, la divina fuente de promesas, es ya nuestra ahora. Que esta verdad tome posesión plena de nuestras almas, que el esperar en Dios, es en sí mismo, el privilegio más elevado
que puede disfrutar la criatura, la mayor bendición para el hijo de Dios redimido.
Como el sol entra con sus rayos y su calor, con su belleza y bendición, en cada hoja de hierba que se levanta de la fría tierra, el Dios eterno nos recibe en la grandeza y ternura de su amor, a cada débil hijo suyo que espera, para hacer brillar en su corazón «la luz del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo». Leamos estas palabras otra vez, hasta que el corazón aprenda a conocer lo que Dios espera hacer por nosotros. ¿Quién puede medir la diferencia entre el sol y la hoja de hierba? Y, sin embargo, la hierba tiene todo el sol que necesita.
Creamos que al esperar en Dios, su grandeza y nuestra pequeñez se encuentran de un modo maravilloso. Inclinémonos en nuestra pobreza, vaciedad, impotencia, humildad, nulidad y entreguémonos a su voluntad, ante su gloria, y guardemos silencio. Al esperar en El, Dios se acercará. Dios se revelará a sí mismo como el Dios que puede cumplir victoriosamente todas sus promesas. Y que nuestro corazón otra vez cante: «Dichosos todos los que esperan en ». ¡Alma mía, espera sólo en Dios!
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